A la batería de asuntos polémicos vinculados a la Justicia en este arranque de curso político toca añadir uno más que impactará con fuerza en el Gobierno de coalición. Es la decisión prácticamente cerrada del Tribunal Constitucional de anular la expulsión del entonces diputado de Podemos, Alberto Rodríguez, tomada por la presidenta del Congreso, Meritxell Batet. Por recordar los hechos, Rodríguez fue condenado a una pena de prisión sustituida por multa de 540 euros —abonados por el político nada más recibir la sentencia— y una pena de inhabilitación de sufragio pasivo, que no activo.

Para numerosas fuentes jurídicas y letrados del Congreso, la pena fue sustituida por multa y no había nada que ejecutar porque en esos meses no había previstas elecciones y Rodríguez no se iba a sumar a una lista electoral. De nuevo, derecho de sufragio pasivo. En una acción sin precedentes, el entonces presidente de la Sala Segunda del Supremo, Manuel Marchena, se dirigió por escrito a la Mesa del Congreso instando a Batet a ejecutar la sentencia. La presidenta pidió aclaraciones, no las recibió. Se dirigió a la Junta Electoral Central y tampoco aclaró en qué consistía la ejecución. Un primer informe de los letrados señaló que Rodríguez no debía perder su escaño. A partir de ahí, las presiones. Un runrún de portavoces del sector conservador de la magistratura aseguraba en declaraciones a los medios que sí debía ser expulsado. Desde el Supremo, en este caso off the record, ofrecieron su interpretación a quien la pidiera sobre qué hacer con el escaño: debía irse.  Luego llegó un segundo informe verbal señalando la expulsión que después fue un informe escrito.

Pero lo crucial no era ese debate, sino las competencias. Fuentes jurídicas del Congreso apuntan a que la decisión “nace de una confusión del Procés”. La explicación es farragosa, pero fundamental para entender cómo se han rebajado los estándares del derecho. Hay dos figuras, la incompatibilidad y la elegibilidad. Ser inelegible significa que no te puedes presentar a las elecciones (Artículo 6 de la LOREG); y luego está la incompatibilidad, la que define qué cargos son compatibles con otros. Se puede ser diputado autonómico y senador pero no nacional, por ejemplo. 

Hay un momento durante el procés en que la incompatibilidad no la deciden las Juntas Electorales, sino la propia Cámara. Los parlamentos autonómicos tienen la Comisión del Estatuto del Diputado y abarca tanto incompatibilidades como aforamientos, así como la Comisión de Suplicatorios. Tradicionalmente en España la Cámara decidía sobre las compatibilidades del diputado con autonomía parlamentaria. Hasta que durante el juicio al procés, la Junta Electoral Central se metió en las competencias del Parlament de Catalunya y comenzó a decidir sobre la incompatibilidad. “Un hecho que contradice 40 años de jurisprudencia parlamentaria y de la propia Junta”, apunta un letrado y recuerda varios votos particulares en este sentido. “Como era Catalunya, se rebajaron los patrones de la jurisprudencia parlamentaria y de las competencias”, apunta. Porque hasta entonces, las causas de inelegibilidad las resolvía la ley electoral, y las compatibilidades el parlamento. Después llegó aquello de la “inelegibilidad sobrevenida”, recurrida todavía en la justicia europea. Y eso mismo le pasó al diputado Rodríguez. 

“Marchena mandó la carta diciendo implícitamente que Alberto Rodríguez era incompatible y había que retirarle el acta. Pero es el Congreso quien debe retirarla y decidir si alguien ha devenido en incompatible”, recuerda otro letrado. Una contradicción absoluta de los principios que rigen el otorgamiento y la retirada de las actas parlamentarias, como marca el artículo 23 de la Constitución. Además, la decisión se tomó sin derecho de audiencia y sin pasar por la Comisión de Estatuto, así que Rodríguez no pudo alegar nada. Lo hizo la mesa a capón” recuerdan fuentes parlamentarias.

Si el Constitucional anula la decisión está corroborando que en el proceso contra Alberto Rodríguez se produjo “una cacicada tras otra”, concluye otro jurista. La pregunta es ¿cómo se le devuelve el escaño? El conflicto entre las instituciones del Estado no lo alentó la Mesa, sino la orden indirecta del Supremo. Si se anula la expulsión de Alberto Rodríguez, si le quitaron el escaño cuando tenía derecho a conservarlo, si no se argumentó lo suficiente, la culpa caerá sobre Meritxell Batet, máxima responsable como presidenta del Congreso de proteger los derechos fundamentales de los diputados y sus representados.

En el contexto de aquellos días estaba la amenaza de VOX contra Batet de una denuncia por desobediencia y un Gobierno que quiso evitar el enfrentamiento con el Supremo ante el enésimo intento de renovar el CGPJ. En lo político, el escaño ha permanecido vacío como símbolo de protesta por lo que Podemos interpreta como un exceso de Batet y una traición de su socio de Gobierno. Si el Constitucional les da la razón, puede que la bronca interna no sea para tanto. Fuentes de Podemos aseguran que se pronunciarán una vez lo haga Alberto Rodríguez. Si el exdiputado no carga contra Batet, es posible que no lo hagan ellos.

Al margen de la polémica y el revuelo, la retirada del escaño de Alberto Rodríguez es un caso flagrante de cómo las presiones doblegan el derecho y las consecuencias de ceder ante ellas.