Mi primera pareja de larga duración —viví casi siete años con ella y compartimos piso y sueldo de mileurista, traducido a pesetas— había nacido en El Salvador. Con eso no quiero hacer paralelismos ridículos con ese periodista radiofónico que respondía, cuando lo tachaban de catalanófobo, que era una acusación falsa porque su mujer se llamaba Montserrat. Yo no tengo una especial devoción por El Salvador, un país que me importa tanto como Liechtenstein, pero lo que sí viví fue el esfuerzo de integración de una chica que llegó a los nueve años en Barcelona de la mano de una madre incapaz de criar a su hija en un país sometido a la violencia militar, paramilitar y revolucionaria. Mis padres la adoptaron como a una hija, le pagaron sus estudios en EINA y ahora vive de su trabajo de interiorista, casada con Jordi y sufriendo las inclemencias propias de la adolescencia de un hijo al que bautizaron con el nombre de Pol. Mi expareja todavía forma parte de mi familia truncada desde la muerte de su segundo padre, mi padre Manuel, y a menudo hablo con ella cuando come con su segunda madre, mi madre Anna. Y hablamos en castellano, una anomalía de juventud, la mía, porque ella tuvo muy claro que una manera de demostrar que formaba parte de esta tierra que la había salvado del horror y de una vida condenada a la violencia era aprender el catalán y comunicarse en la lengua de Josep Pla con su hijo Pol.
Este viaje sentimental al pasado lo hago sin nostalgia, porque la vida, cuando la transformas en nostalgia, la conviertes en una gran mentira. Y como lo que me corroe son algunas circunstancias del presente, me gustaría hablar —si les parece bien— de la polémica que me ha hecho viajar al pasado. El espectáculo Esas latinas, llevado a los escenarios por una compañía llamada Teatro sin papeles, tiene un error de base. Latinos o latinas somos los hombres y las mujeres europeos que tenemos como lengua materna un idioma que tiene como origen el latín. Este pequeño detalle haría que la obra escrita y dirigida por Valeria Guzmán tuviera que titularse forzosamente Esas latinoamericanas para no perder el origen y la identidad de las supuestas mujeres maltratadas por una nación con un estado virtual, Catalunya, y un idioma en clara expansión virtual, el catalán.
Cuando salga este artículo, se cumplirá casi una semana de la polémica, y todo sigue su curso, tal como yo presuponía. Ningún responsable del Ayuntamiento de Barcelona ha dimitido, los catalanohablantes hemos quedado "tras cornudos, apaleados" y Valeria Guzmán se ha convertido en una heroína de los que luchan desde las confortables poltronas del españolismo en Catalunya y, cómo no, de la caverna mediática encabezada por las reinas del cuarto poder, la Griso y la Quintana. Esas latinas es una obra pésima, de patio de escuela, con unos diálogos chapuceros y una puesta en escena de un amateurismo vergonzante, pero Valeria Guzmán buscaba la polémica para conseguir protagonismo y gloria en la capital del Imperio colonial, y lo ha logrado con el dado que siempre te hace ganar la partida: el catalán como centro de todas las perversidades supremacistas de los catalanohablantes.
La incontrolada migración proveniente de las Américas está poniendo en peligro la supervivencia del catalán
La polémica describe una verdad que, a menudo, se esconde para no caer en la trampa que suelen poner los abanderados de la política corrección y de la multiculturalidad. Estos ejemplares eco homo fabers suelen considerarse poseedores de un cosmopolitismo ejemplificador cuando, a menudo, son tan casposos como una canción de Bad Gyal o de Don Omar. Por cierto, Omar es puertorriqueño, y hace muchos años, cuando gobernaba el príncipe de las tinieblas del PP, José María Aznar, hubo una gran polémica surgida de una especulación. La Casa Blanca —noticia publicada a toda portada por los periódicos nacionales— quería imponer el inglés como lengua vehicular en Puerto Rico. Y recuerdo como el gobierno de España y los principales medios españoles botaron la Pinta, la Niña y la Santa María para ir a surcar el Atlántico a la defensa de los derechos lingüísticos de la antigua colonia. A raíz de la noticia, pensé que la política lingüística de los partidos españoles no distaba mucho, con respecto al catalán, de la de EE.UU. con el español puertorriqueño.
Existe miedo a denunciar una evidencia. La incontrolada migración proveniente de las Américas está poniendo en peligro la supervivencia del catalán. Y no veo una voluntad por parte del migrante, persona que, a buen seguro, preferiría no tener que salir de su tierra, sino de la incompetencia buenista de las instituciones catalanas y de la calculada política de los diversos gobiernos españoles que han hecho de la migración descontrolada latinoamericana un arma de destrucción masiva de aquello que tanto molesta de Catalunya: sus costumbres, con la lengua como piedra angular. El aeropuerto de El Prat es un coladero sin control.
En un artículo publicado hace unos meses, ya dije que la integración de cualquier migrante se basa en derechos, deberes y voluntad de todos. Y mucho más en un país sin estado como este, la víctima propiciatoria de los patriotas carpetovetónicos con tres cojones a su servicio: el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial. Pero cuando dices esto, enseguida te cuentan historias de la puta mili de esa Barcelona cosmopolita en la que eclosionó el boom literario latinoamericano, en contraposición a esta Barcelona, dicen, provinciana. Nunca tienen en cuenta, no obstante, que ese boom fue protagonizado por burgueses ilustrados que eran tratados como reyes en una Barcelona gris y espiritualmente derrotada por el franquismo, y que miraban eso del catalán, un idioma en pañales por culpa de la censura, como quien mira a un bebé al que haces carantoñas y te olvidas de él diez segundos después. Cuando el bebé creció, todos aquellos terratenientes culturales se sintieron absurdamente intimidados. A nadie le gusta perder el control de una parte, aunque escasa, del cortijo cultural.
Esas latinas no es humo, es gas lacrimógeno lanzado por una sinvergüenza en busca del reconocimiento de la caverna, fomentando, con un tono victimista, la ignominia catalanófoba. Si el secreto radica en tres pilares —derechos, deberes y voluntad—, por mucho que te cierres en banda, la lengua catalana no se toca. Mi expareja demostró que, con voluntad y voluntades, se puede acabar formando parte de esta desdichada tierra para entender el mundo.