El gran handicap histórico del independentismo radica en que, a diferencia de otras naciones en tesitura similar, carece de un partido hegemónico independentista. Ha carecido de él siempre. Y como dijo Antonio Baños en septiembre de 2015, el plebiscito se perdió. Además, todavía el independentismo no es mayoritario en votos; sí en escaños, pero no es suficiente ni democrática ni internacionalmente.

Hoy, la fractura del independentismo es mas grande que nunca, cuando menos en los últimos tiempos. Recelos y competencias personales están en la base del fraccionamiento. Todo es presentado, sin embargo, como suele pasar en todas las crisis, como producto de estrategias políticas, ideológicas y conceptuales. Son, según mi opinión, excusas que encubren cierta impotencia y muchos personalismos. La situación no es fácil, ciertamente. No lo será tampoco en un futuro inmediato. Pero el panorama político actual del independentismo no ayuda; sino al contrario, lastra el dinamismo social y político.

A estas alturas el independentismo está dividido en dos grandes sectores. Por una parte, los que dicen que son independentistas y niegan a otros independentistas que lo sean o puedan serlo realmente. Por otra parte tenemos a los independentistas que repiensan planteamientos y parecen ir con tanta cautela que no se perciben sus movimientos. Para el primer sector, ser independentista es decir que la independencia es a tocar, que es cuestión de voluntad. Quien no se presenta como independentista exprés, no es independentista.

Pero estos dos bloques no son sólidos ni permanentes. La gran mayoría de los protagonistas han estado alguna vez en los dos depósitos de las alforjas. Digamos que ha habido mucha rotación.

El independentismo exprés —poco importa ahora si su estrategia era la correcta o no— ha dado como resultado represión (prisión, exilio, procesados...) y tener un país en una semiintervención permanente, bajo la lupa de funcionarios y jueces, que aplican las normas como creen que pueden apretar el bozal siempre un poco más. El "cuanto peor, mejor" es falso: cuanto peor, todavía peor.

Esta tejida y bien trabada hegemonía ciudadana no pasa por proclamas unilaterales, presentándose como el alfa y la omega del movimiento

Esperar, esperar y esperar tampoco parece una solución. No lo parece porque el capital social del 1-O no se puede malbaratar. La hegemonía ciudadana del 1-O es un tesoro que requiere que alguien se haga cargo de él. La paciencia es una virtud esencial en política, pero dar la sensación de ser llevado por la corriente es el descrédito. Hoy por hoy, no parece, por falta de hegemonía política, que nadie se haga cargo. Ni la hegemonía monopartidista ha sido posible —ni parece que lo tenga que ser en un futuro inmediato— ni se ha sido capaz de constituir una hegemonía coalicional, si se me permite la palabra.

De la manera como han ido las cosas, soy de la opinión de que hay que construir esta hegemonía. Urgentemente. Hegemonía que pasa por ganar sostenidamente varias elecciones en votos populares. No digo ampliar la base, porque ha sido una expresión tan inteligente como demonizada. Y, claro está, ha ganado la demonización.

Pero esta hegemonía no se proclama. Se teje con paciencia, siendo plenamente consciente de que, quizás, algunos de los tejedores no verán el traje acabado. No es una premonición, ni aún menos un deseo. Observados otros movimientos de emancipación nacional, es una posibilidad.

Lo que es seguro es que esta tejida y bien trabada hegemonía ciudadana no pasa por proclamas unilaterales, presentándose como el alfa y la omega del movimiento. En el fondo no valen, si se quiere ganar, ni la arrogancia ni la desconfianza. Con estos hilos no se hace política, y todavía menos nacional. Y no hacerla es malbaratar un enorme y único capital ciudadano. Una irresponsabilidad imperdonable.