La tribu (también nuestros enemigos) han vivido con cierta incomodidad algunas entrevistas de esta semana protagonizadas por gente tan diversa como Rosa Peral, Lluís Prenafeta o Josu Ternera. La angustia del personal me ha hecho bastante gracia, sobre todo porque todo se resolvería apelando a aquello tan básico de defender la libertad de expresión de un individuo (por muy abyecto que pueda parecernos) y, a nivel puramente informativo, de la maña del entrevistador en cuestión para llevar el mensaje de la persona indagada en el terreno del interés. En este sentido, de entre los argumentos contrarios a la programación de estos interviús (especialmente si la cosa ocurre en medios públicos), resulta graciosa la apelación a la condición de ajusticiados de los protagonistas, como si sufrir la coacción de la ley implicara necesariamente convertirse en una especie de muerto civil que debe permanecer mudo para siempre.

Me sorprende que la conciudadanía descubra ahora que un entrevistado puede ser moralmente detestable e incluso un falsario profesional. Digo que me sorprende porque, durante muchos años, hemos escuchado una grandísima multitud de conversaciones inacabables con los líderes del Procés (algunas de ellas programadas en el interior de una prisión), una pléyade de políticos especialistas en el arte de tomarnos el pelo. El lector aducirá que políticos republicanos y convergentes no han cometido delitos de sangre, pero a un servidor de ustedes eso de engatusar durante más de un lustro millones de personas (algunas de las cuales, durante el referéndum y los días posteriores, se jugaron el cuerpo y la propia libertad) pues tampoco sería un hito de la moral más angélica. Pero eso tanto da, porque si tuviéramos que exigir a los entrevistados el algodón de la verdad y la ética papal, las radios se tendrían que llenar cada día de música.

A su vez, incluso la profesión periodística ha caído en aquella idea (absolutamente incorrecta y detestable) según la cual la mera aparición de un personaje maligno en la televisión blanquea de alguna forma su ideario. Aquí nos pasa de una forma notoria, porque los catalanes siempre hemos pensado que la política y la moral son como hermanas de sangre. Pero se puede repetir tantas veces como se quiera la tontería y seguirá siendo igual de perniciosa. Para reducirlo a un personaje conocido y paradigmático de la maldad, si hoy mismo Adolf Hitler tuviera la ocurrencia de resucitar con ganas de charla, la obligación (e incluso diría que el deber moral) de cualquier periodista sería entrevistarlo. ¿Evidentemente, si el comunicador iniciara el intercambio con la pregunta "Como estás, Adolf"?, habría derecho a cabrearse. Pero un entrevistador competente se impondría por sí solo.

El trabajo de los profesionales consiste en una cosa tan básica como explicar lo que pasa; y a menudo, aparte de hablar sobre declaraciones absurdas de políticos o la temperatura que hace en Riudoms, los periodistas tienen que ponerse cara a cara con gente con quien no tomarían ni un café

En la sociedad de los militantes de la ofensa permanente, se acaba estando mucho más interesado en el hecho de que la gente calle que en permitir la libre circulación del discurso. Como todo el mundo lleva a un censurista profesional en el corazón, hemos encontrado formas muy creativas de referirnos a la imposición del silencio sobre los otros: hablamos de la cultura de la cancelación, apelamos al daño que una entrevista puede hacer a las víctimas de un asesino y, faltaría más, nos damos unas turras sobre la ética periodística que producen más bostezos por metro cuadrado que la ópera francesa. Pero después, como demuestran las audiencias, todo el mundo acaba sucumbiendo a cosas tan humanas como la morbosidad, el interés genuino, o la simple curiosidad por escuchar lo que pueda decir una persona acusada o condenada por asesinar o robar. Es lo que pasa siempre: cuanta más apelación a la ética escuchas, más gente hay pegada al transistor.

Yo recomiendo a la ciudadanía que intente no alarmarse y que juzgue el interés de cualquier entrevista después de escucharla. ¡Y a los compañeros de radios y televisiones, que eviten criticar unas entrevistas desde grandes proclamas éticas, sobre todo cuando ellos mismos han intentado hacerlas antes y a menudo con los mismos protagonistas! Calmémonos todos un poco y, creedme, decoloremos la tarea comunicativa de esta enorme capa de pintura moral. El trabajo de los profesionales consiste en una cosa tan básica como explicar lo que pasa; y a menudo, aparte de hablar sobre declaraciones absurdas de políticos o la temperatura que hace en Riudoms, los periodistas tienen que ponerse cara a cara con gente con quien no tomarían ni un café. No os muráis tanto para que la gente calle, creedme: porque algún día, si seguimos así, el boomerang de la locura girará su curso y también os impondrán el silencio a vosotros. No acostumbra a fallar.