La historia universal de la infamia es universal solo por un muy sencillo motivo, porque todo el mundo puede entenderla enseguida y hacerse cargo de los crímenes. Los famosos asesinatos y robos que aparecen, por ejemplo, en los libros de Agatha Christie se pueden ver a la primera, y se esté donde se esté, incluso yendo de Barcelona a Santa Coloma de Gramenet, pero en dirección contraria, pasando por Hospitalet y dando entera la vuelta al mundo, que es lo que más nos gusta a la mayoría, viajar por el mundo y enterarte de algo si cabe. Un muerto nunca deja de ser un muerto aunque te quede muy lejos. No hace falta ser judío ni tener ninguna educación especial para entender el homicidio de Caín sobre Abel y seguramente nos costaría encontrar a un enfermo tan auténtico por dentro que no entendiera la magnitud de una tragedia delictiva. Vayas a dónde vayas del planeta todo el mundo entiende la fría venganza de Hamlet porque le han matado a su padre, la determinación de Indiana Jones por recuperar el Arca de la Alianza precisamente porque puede acabar en manos de los nazis o el horror del que quieren escapar los protagonistas de La lista de Schindler, quizá más pavoroso que la propia muerte. La literatura de todas las épocas y el cine de siempre no hablan de otra cosa, del hambre y de la sed de justicia del público, de la gente. El mal pica y nos desgarra por dentro, del que solo beben los enemigos de la sociedad humana, a los que señalamos como tarados o monstruos.

Un asesinato es un asesinato y un robo es un robo aquí y en la China Popular. Y, precisamente por ese motivo, la ley esencial siempre es universal y siempre es y será previsible. Sabes perfectamente lo que puedes hacer y lo que no puedes hacer. Lo sabes. Los hechos constatados, probados, nunca pueden depender de las interpretaciones ni de los hábiles juegos de palabras. La realidad no puede ser ignorada, sustituida, por un discurso o por una excusa buenísima. Tanto es así que matar en legítima defensa está contemplado en el código penal sin que, por ese motivo, el fallecido deje de ser el fallecido. Nuestra civilización, que de forma optimista pensamos que procede de la antigua Grecia, da comienzo fundacionalmente en este punto tan concreto y luminoso. En el punto en que los abogados a sueldo, los sofistas, abusan tanto del lenguaje que el maestro Sócrates acaba viviendo para salvarnos las palabras, para devolvernos el nombre de cada cosa. Porque el significado de la ley no puede ser retorcido hasta un punto que acabe diciendo lo contrario de lo que dice. También por este motivo existe modernamente la noble institución del jurado, porque la justicia no es un territorio exclusivo de los jueces, de los técnicos, porque la justicia pertenece a toda la sociedad. La ley que no pueda ser entendida y aplicada por doce ciudadanos y ciudadanas escogidos al azar de nuestra comunidad no es una ley, es una trampa o algo peor.

De ahí que si Augusto Pinochet fue responsable de determinados asesinatos, la justicia de cualquier país democrático debería poder ser perfectamente válida. Los muertos son los mismos, los crímenes son los mismos. Si el rey emérito Juan Carlos ha metido la mano en la caja los hechos también son los mismos en cualquier país democrático -Emiratos Árabes Unidos no lo es- y los veredictos deben ser, aproximadamente, los mismos. Ser juzgado en el propio país no debería ser ni mejor ni peor, pero todos los días que pasan podemos ver que la evidencia nos desmiente. Josep Miquel Arenas, Valtònyc, no puede ser extraditado de Bélgica para ser juzgado por un viejo delito que ya ha caducado para nuestra sociedad democrática, que preserva, ante todo, la libertad de expresión. Nadie puede amordazarte ni impedirte decir tu opinión, y mucho menos, un rey, que como jefe de Estado debe dar ejemplo de obediencia escrupulosa de la ley. Siempre es mejor insultar a un rey que amordazar a un ciudadano. La justicia debe eliminar los privilegios de los poderosos y dedicarse a lo que le corresponde. Determinar sobre los delitos tipificados en el código penal y dejarse de mandar arbitraria e ilegítimamente sobre lo que no tiene jurisdicción ni la puede tener: las medidas sanitarias de una sociedad, la política lingüística en las escuelas, la integridad territorial de una determinada nación.

La jueza de Schleswig-Holstein lo vio clarísimo cuando dejó en libertad a Carles Puigdemont el 5 de abril de 2018, porque la ley es universal y previsible. ¿Hubo muertos, o algún tipo de violencia, en el supuesto delito de sedición que se le imputaba? No. Porque la violencia en la mirada solo puede ser un argumento serio en el Tribunal Supremo de España pero no para un juez imparcial y honrado en el desarrollo de su oficio. La sedición sin violencia no es sedición. Como el asesinato sin cadáver no es asesinado. Y este es, muy resumido, el núcleo de la cuestión. Al menos desde el punto de vista de la justicia. La literatura y el cine nos advierte con gran realismo que existe o que puede haber mucho más. Seguro. Nos advierten sobre personas para las que la legalidad institucional universal es una sombra lejana, un estorbo para los que se toman la justicia por su mano. De los que creen que son la justicia misma de manera encarnada. Son los gánsteres que contemplan la ley de la sociedad como un obstáculo externo a las reglas sagradas de la sagrada familia, de la sagrada familia real, un mundo impenetrable de privilegios y de leyes endogámicas de los que piensan ser mejores que los demás, una categoría superior. Francis Ford Coppola lo explicó estupendamente en El Padrino (1972-1990).