¿Por qué ha anunciado Carles Puigdemont que si de las elecciones catalanas del 12 de mayo no sale una mayoría para ser reelegido president de la Generalitat, dejará la política activa? ¿Para poner sobre la mesa un planteamiento a modo de todo o nada que despierte un sentimiento compasivo que atraiga votos que sin este tipo de chantaje emocional no obtendría nunca? ¿Está seguro de que no ha sido una patinada que se le acabará girando en contra porque lo que eso denota en el fondo es una falta de compromiso con el electorado? ¿Es un ultimátum, son cantos de sirena o es el canto del cisne?

No hay duda de que el exalcalde de Girona es, para bien y para mal, el centro de la próxima cita con las urnas. Todo gira a su alrededor. Si Pere Aragonès quería neutralizarlo al adelantar los comicios, calculando que como la ley de amnistía aún no habría entrado en vigor, no se podría presentar, es una constatación que la maniobra ha producido el efecto contrario. No sólo se presenta, sino que tiene muchos números de ganarlos y de conseguir, además, que esta vez JxCat pase la mano por la cara a ERC. Otra cosa será que no se pueda beneficiar de la ley de amnistía, pero no porque no se haya aprobado y haya entrado en vigor en el momento de la investidura a la presidencia de la Generalitat, sino porque los jueces no permitirán nunca que se aplique. JxCat les podrá acusar tanto como quiera de prevaricar, se podrá quejar y alzar la voz tanto como le plazca, que la justicia española no dejará bajo ningún concepto que Carles Puigdemont vuelva a ser elegido president de la Generalitat.

Esto JxCat lo sabe de sobra (pensar que no es creerlos más torpes de la cuenta). Y, por tanto, sabe que cuando vuelva a poner un pie en Catalunya, será detenido y encarcelado, y no por un rato, sino por una buena temporada. Y sabe también que esto pasará sin que antes haya podido asistir al Parlament a la sesión de investidura del president de la Generalitat, sea él el candidato u otro. Y sabe, en definitiva, que, aunque sea él el aspirante a ser investido, de nada le servirá para evitar la cárcel (el precedente de Jordi Turull no deja margen de duda). Llegados a este punto, es lícito preguntarse si el anuncio de una eventual retirada de la política activa no es la excusa para, dado el caso, poderse desdecir del compromiso de que esta vez sí que volvería, siempre, sin embargo, que dispusiera de una mayoría que lo invistiera y aunque corriera el riesgo de ser detenido. Es lícito pedirse si todo ello no sería un punto de fuga dadas las circunstancias extrajudiciales que, aunque las decisiones políticas vayan en otro sentido, se producirán. España nunca defrauda.

Visto desde fuera, parece que el 12 de mayo puede haber efecto Puigdemont; en qué dimensión es un misterio, aunque él ya se ve de nuevo en el cargo

Carles Puigdemont podrá sentirse envalentonado por la propuesta del abogado general del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) que le da la razón en el contencioso que mantenía con el Parlamento Europeo por no haberle reconocido de entrada, una vez conocido el resultado de las elecciones europeas del 2019, la condición de eurodiputado y haberlo demorado hasta que el propio tribunal sentenciara, a final del mismo año, que la condición de eurodiputado se obtiene una vez se ha sido escogido en las urnas, sin que sea necesario ningún trámite más. Pero, más allá de la satisfacción moral, que cinco años después le den razón no tiene ningún efecto práctico. La vulneración de derechos que se produjo no puede restituirse de ninguna manera. Pues eso es lo que tiene todos los números de que le ocurra otra vez. Y qué que la judicatura española vulnere sus derechos, tanto le da, a la judicatura. De aquí a cinco años quizás volverán a darle la razón, pero el mal ya estará hecho —la imposibilidad de haber sido investido de nuevo president de la Generalitat— y sin ningún tipo de opción de revertirlo.

Hacer ver que esto no es así es tan inconsciente como irresponsable. Es seguir enredando a la gente. Todos estos imponderables son, en todo caso, elementos que, si los sabe administrar —por lo menos de entrada—, juegan a su favor. Por eso la campaña de JxCat es y será absolutamente personalista, porque es consciente de que sin el concurso de Carles Puigdemont no va a ningún sitio. ERC también sabe que es así y que, ante el efecto que genera el 130º president de la Generalitat, no tiene nada que hacer. Por eso Pere Aragonès intenta hacer más de presidente que de candidato, poniendo sobre la mesa asuntos como la financiación singular, el referéndum de autodeterminación acordado con el estado español o la reconfiguración de las pistas del aeropuerto de Barcelona para incrementar su capacidad —idea ésta que merecería ser analizada aparte—, consciente de que, como lo tiene todo perdido igualmente, quizás agitando la bandera institucional conseguirá amortiguar el golpe. Y al PSC lo que le interesa es que el votante independentista no se sienta interpelado por lo que parece el canto del cisne del líder de JxCat —si no le votan a él, se va— y mantenga la posición, por otra parte absolutamente cierta, de que sigue sin haber ningún partido de verdad independentista que le represente, con el fin de que todo ello redunde en beneficio de Salvador Illa.

También por todo ello JxCat sitúa al PSC como el principal rival a batir y plantea la cita con las urnas del 12 de mayo como cosa de dos, como cosa entre ellos dos, teniendo en cuenta, sin embargo, que considera al exministro de Sanidad como un mero lacayo de Pedro Sánchez y avisando de que si no mandan ellos, está en juego la estabilidad del líder del PSOE en la Moncloa. El propio Jordi Turull, de hecho, habla de los comicios como de un plebiscito entre el exalcalde de Girona y el presidente del gobierno español. De ERC ya piensa que se desgasta sola, que la errática gestión del último año y medio de gobierno en solitario —sequía, cárceles, personal sanitario, maestros, oposiciones, aeropuerto...— le pasará factura. Y, si no, para ello se ha sacado de la manga una marca blanca, la de Alhora de Clara Posantí y Jordi Graupera, para que capte el voto descontento de ERC que nunca se inclinaría por JxCat, pero que puede hacerlo, en cambio, por esta candidatura a medio camino entre la renovación y el elitismo. Una marca blanca que también debería servirle para reducir la abstención de una parte significativa del independentismo que el 2023 se quedó en casa tanto en las elecciones municipales como en las españolas y que de momento parece que el efecto Carles Puigdemont es la única cosa capaz de movilizar.

La incógnita es si la Aliança Catalana de Sílvia Orriols también lo hará y en qué proporción. Si arrebatará efectivamente votos de la abstención o de las fuerzas que, por un lado, han renunciado a dar salida a la demanda de independencia y, por otro, no han sabido o no han querido hacer frente al fenómeno cada vez más preocupante de la inmigración. Es la única alternativa que, en tanto que desafecta al régimen de Vichy, puede incidir de manera real en la distribución del pastel entre los partidos clásicos. Visto desde fuera, parece que el 12 de mayo puede haber efecto Puigdemont. En qué dimensión es un misterio, aunque él ya se ve de nuevo en el cargo, de acuerdo con la entrevista de este fin de semana en ElNacional.cat, en la que, por cierto, menosprecia a Aliança Catalana. Está por ver si habrá efecto Orriols, el único, aunque a algunos les interese silenciarlo simplemente con la excusa de que es de extrema derecha, que le disputa directamente parte del mismo electorado.