Veo que los principales diarios de Londres y Nueva York han empezado a publicar de manera más o menos intencionada artículos que discuten el futuro de las ciudades. Justo cuando parecía que la vida urbana tenía que sustituir la vida nacional como marco de explicación del mundo, el bichito amarillo de Wuhan se ha puesto a pinchar globos.

Las ciudades se tendrán que repensar y, mientras tanto, los superricos se buscarán lsitios más tranquilos y más seguros para vivir. La distancia social es la excusa perfecta para abandonar algunas formas de especulación que habían tocado techo desde hacía tiempo. Incluso Richard Florida se ha dedicado los últimos años a hablar de la crisis urbana.

El bicho asiático ha dispersado el humo que los intereses políticos y económicos habían condensado en torno a las grandes ciudades y su mercado inmobiliario. Las élites del mundo occidental habían concebido la vida urbana como un gran escenario hedonista para gestionar la riqueza de sus competidores del mundo árabe, asiático y eslavo.

El problema es que las ciudades que prevalecen son las que se enfrentan a los conflictos de su tiempo y luchan por darles una solución universal y constructiva. Las que evitan los problemas para no molestar los ricos con discursos y atracciones de balneario flaquean tarde o temprano. Una ciudad tiene que deslumbrar pero no para ser sólo un fondo de inversión ni un escaparate para millonarios y turistas.

Antes de que la pandemia estallara parecía que si no vivías en el meollo de una gran ciudad no eras nadie. En ciudades como Londres, París y Nueva York cada año había algún oligarca exótico, con las manos manchadas de sangre, que compraba un apartamento a precio de récord Guiness. Mientras tanto, las enfermeras y los maestros tenían que vivir cada día más lejos de su trabajo.

Los próximos años es posible que la obsesión por instalarse en una calle o un barrio mundialmente conocido esté en baja. Vivir en una casa de campo, si puede ser con chófer y servicio, se volverá tan glamuroso como era vivir en un rascacielos de la quinta avenida cuando se estrenó Gossip Girl en el 2007. La pandemia incluso ha promovido el alquiler de yates para familias megaricas que buscan un aislamiento de lujo.

La plutocratitzación de las ciudades que ha ahogado las democracias ya no da para más. Me sabe mal por los apartamentos de millonario que hace años que se mueren de asco en el edificio Winterthur de Francesc Macià, delante de mi casa. El año pasado, cuando La Caixa ocupó los bajos para hacer una cafetería, ya hacía años que veía decaer mi barrio.

El bichito amarillo de Wuhan dará el toque de gracia a muchas formas de hacer y de pensar deficitarias y las ciudades occidentales pasarán una mala temporada; como mínimo hasta que la vida vuelva a llenar los espacios esterilizados por la palabrería oportunista del dinero sin propósito ni espíritu.