Hace unos 10 años fui a Viena con unos amigos. La crisis no había estallado y la globalización parecía que ofrecía una solución democrática para todo. Una ciudad tiene que hacerte soñar y Viena sólo me sugería películas de miedo. No me pareció que representara ningún universo vigente, ni que tuviera fuerza para elevar ninguna geografía.

De vuelta a Barcelona, estalló el caso de un austríaco que tuvo secuestrada a su hija durante 24 años. Mientras la esposa le hacía pastelitos, Herr Fritzl violaba a su propia descendencia en el sótano. El caso dio una sombra de verdad a las notas que había tomado y las publiqué en un libro que se llama Londres-París-Barcelona.

Ahora trataré de comprobar otra vez si son ciertos aquellos versos de Valentí Puig que dicen: "Viena, sólo eres alguien por el portero del hotel". Mientras tanto, recupero el reportaje que publiqué en el libro. Si lo leyerais todo, veríais que no nos pasa nada que no se hubiera podido prever. Y paro porque tengo que ir a encontrar a una joven persa, como salida de una serie norte americana de gente guapa, que he conocido en el avión.

Es el primer viaje que hace a Europa y ya ha conocido la paella, la Sagrada Familia, los lacitos amarillos y la cerveza Estrella, que nos hemos partido en el avión. Está haciendo la ruta de 1714 sin saberlo —Roma, Barcelona, Viena y Budapest—. Ha paseado los pómulos de princesa por toda Asia, ha participado en fiestas que recuerdan a los tiempos Chicago y la ley seca, y dice que París y Londres pueden esperar.

—En teoría, tú y yo somos enemigos nucleares —le digo—.

—Pues añádeme al Instagram, antes de que alguien la cague y entremos en guerra.


Marzo del 2007

Viernes

Este mediodía, cuando hemos vuelto de pasear, Lluís nos esperaba en el hall del hotel con esta sonrisa suya de gato que ha sido lanzado desde el quinto piso y sigue meneando la cola:

—Hola, Lluís. Enric tiene una teoría muy curiosa sobre la ciudad —le ha dicho Salvador—.

—¡Explica, explica! —se ha animado Lluís, saliendo del amodorramiento que parecía haberle provocado la reunión de negocios de donde venía.

He tenido poco tiempo, enseguida me ha cortado: "¡Basta, Vila, no digas burradas!".

Como pasaban de las dos, hemos dicho de ir a comer. El Sacher tiene dos restaurantes. El de noche queda escondido en el interior del hotel y, ayer, a la hora de cena, conocimos allí al embajador F., que hoy ha venido a sentarse a nuestra mesa.

Hace años que vive en Austria y ha sugerido que pidiéramos un consomé del país y una variedad de escalope: Wiener Schnitzel. "Será una carne sin alma", ha refunfuñado Lluís. Y ha añadido, dirigiéndose a nuestro invitado, pero refiriéndose a mí:

—​¿Qué le parece?, dice que Viena es una ciudad sin alma.

El embajador, que es un aragonés alto y corpulento, que habla en voz baja y pone cara de misterio, ha silabeado con un sonsonete aristocrático, casi sin mirarme: "En Viena la vida se hace puertas para dentro. Es una ciudad que cuesta de conocer.

No lo sé. Nuestro embajador es un profesional: sirvió en Bonn durante la guerra fría, habla un alemán perfecto y tiene una percha ideal para llevar abrigos de invierno. Ayer por la noche nos explicaba que los austríacos están recuperando el viejo imperio de los Habsburgo a través de la economía. Viena navega a toda marcha, según él; la banca austríaca cada vez tiene más poder.

Yo encuentro que la ciudad hace mala cara. Si el embajador me dijera al oído, así como habla él, que Viena está infestada de vampiros que comen pastelitos para hacerse pasar la sed de sangre de virgen, me lo creería. Comprendo que la ciudad que ha visto nacer el psicoanálisis viva de cara adentro; pero no entiendo que se respire un ambiente tan triste, con el pasado que tiene, con el dinero que se ve por la calle.

En la misma calma que se respira hay una nota que chirría. Tanta perfección hace que todo parezca preparado para no levantar sospechas. Es como si hubiera un asesino en el balneario y tú fueras el único que lo supiera.

Si yo fuera de naturaleza confiada, daría por supuesto que en Viena todo el mundo se aloja en una casa sólida o en un buen hotel. Creería que la norma es merendar, cada tarde, un buen trozo de pastel en un café elegante; diría que a nadie le falta tiempo para hacer el eructo y que trabajar es una actividad que se hace para distraerse. Ir a Mülbauer a comprar sombreros tiroleses de diseño, me parecería el típico hábito de los viernes por la tarde.

Si fuera confiado, no me extrañaría que la gente se pasee por la ciudad vieja sin que el ruido le estorbe el pensamiento. Si viera a un turista exhausto o a un anciano de piernas temblonas, pararía a uno de estos cocheros con sombrero de copa que aparcan las carrozas en la catedral de Sant Esteve y le diría, sin que su cara de ogro me asustara:

Bitte nehmen Sie meinen Freund zum Hotel —'Lleve a mi amigo al hotel, por favor'—.

¡Ah!, y si yo fuera de naturaleza confiada, ni siquiera me parecería una mala idea ir a la ópera a dormir. Puestos a que nada parezca tener valor en esta ciudad, ni tan sólo el dinero parece que sirva para dejar de aburrirse. Lluís pasa el rato alargando la siesta y avanzando la hora de las comidas; nosotros bebemos gin-tonics en los hoteles aristocráticos y, cuando estamos hartos de rococó, entramos en un bar americano.

Hay otra cosa que me hace sospechar de la ciudad: no veo pobres. Ni un gato ni un perro abandonado; ni las adolescentes que entusiasmaron a Josep Pla. Cuando habla de Viena, Pla describe unos enjambres de chicas "rubias y esbeltas" que no he visto por la calle. Seguramente eran prostitutas; las prostitutas que Stefan Zweig dice que perseguían a los extranjeros en la época de entreguerras, cuando Viena acababa de perder su imperio de más de 700 años.

Pensaba en ello mientras paseábamos por la Wipplingerstraße. Salvador me ha pedido:

—Y bien, Enric, ¿dónde están las rubias?

—Las guardan en cámaras frigoríficas —me he vuelto—.

Y entonces hemos visto pasar un par de vieneses con el aire de Hannibal Lecter que nos han hecho enmudecer y acto seguido reír.

Tengo que decir que cuando hemos salido después de comer, el panorama había cambiado. Era tarde. En el restaurante del hotel se estaba a gusto. La mesa daba a la calle, y la luz que entraba por la cristalera era tan agradable, y la calidez del sol tan oportuna, y el café tan bueno y calentito, que hemos alargado la sobremesa.

El embajador se ha soltado —aunque miraba de reojo, por si había espías—. Dice que cuando Joan Raventós llegó a la embajada de París, después de perder las elecciones contra Pujol, lo primero que hizo fue sacar los teléfonos de las habitaciones de invitados. Los castellanos se pensaron que bromeaba y cuando vieron que realmente quería ahorrar se pusieron como una moto. También nos ha explicado que, cuando alguien preguntaba a Felipe González por qué el PSC no presentaba a un oponente serio a Jordi Pujol, respondía que ganar la Generalitat sería meterse en problemas.

Volviendo a las chicas, por la tarde se veían algunas por la calle, pero no tenían nada que ver con las rubias que vio Pla. La mayoría eran tigresas de color de café con leche que se cubrían el rostro con gafas de sol de fantasía, como si fueran estrellas de cine.

Me he dado cuenta de que en las calles de Viena hay muchas parejas de amigos. El austríaco es una versión chic del alemán y como el germano, cuando es pálido y barbilampiño, parece gay —sobre todo si tiene el punto de automatismo exquisito que da haber sido educado con disciplina— he pensado: "En esta ciudad realmente las mujeres no interesan".

Volviendo al hotel, sin embargo, el embajador nos ha dicho con su voz musical y parsimoniosa, de flauta travesera: "En ninguna otra parte del mundo he visto una ciudad con tantas tiendas de ropa interior para mujer. Fijaos".

Estábamos en un bulevar peatonal y he contado media docena en un momento. ¡De entrada me he sentido ridículo! Ya no sé si la ciudad se esconde o soy yo que no veo nada —he pensado—. Pero ahora entiendo que no son las rubias de Pla, que echo de menos, sino la política.

Sábado

En Viena hay mucho dinero y poca ambición política, este debe ser el problema. Es la falta de un proyecto político que hace que la ciudad me parezca un cementerio.

Lo que muscula las ciudades es la política. Nueva York no sería Nueva York si no estuviera llena de socialdemócratas. ¿París no sería nada sin los jacobinos? Viena había sido la gran ciudad imperial de Europa junto a París y Londres. Con la Primera Guerra Mundial perdió el imperio, pero hasta el derrumbe de la URSS todavía era el último bastión de la civilización europea.

Viena ha sufrido la presión de los turcos, de los napoleónicos, de los nazis y de los comunistas. Hubo un momento en que Hitler, Tito, Stalin y Trotski coincidieron en la ciudad. Todas las locuras que han amenazado Europa se han estrellado contra el pintoresquismo vienés, por eso los americanos corrieron a conservarla, en 1945. Viena ha sido la frontera de Occidente y la banda sonora de su épica, pero también ha sido la capital de un modelo político que fue perdiendo todas las guerras desde 1714.

Ya en 1683 la caballería polaca salvó a la ciudad cuando estaba a punto de caer en manos de los otomanos. En el ejército que defendía las murallas, formado por soldados de toda Europa, no había franceses; a Luis XIV ya le venía bien que los turcos entraran en Viena y convirtieran al islam a toda la población, como habían hecho en Constantinopla. Eso ayuda a entender por qué Leibniz decía que Luis XIV gobernaba como los turcos.

Esta fragilidad resultó inspiradora a muchos artistas. Al final del siglo XX, Viena tenía los mejores palacios y los mejores creadores, y también el índice más alto de suicidios de Europa. Los tenderos hacían el besamanos a las clientas. Las criadas vivían en un régimen feudal. Un corresponsal escribió que, a pesar de la ausencia de chapuzas arquitectónicas y la elegancia de las mujeres que paseaban por la calle, Viena le parecía "una ciudad sin alma" —conste que lo acabo de encontrar en Internet—.

Ahora, sin conspiración política, la ciudad parece un decorado. La Viena de las rivalidades ideológicas y amorosas entre cortinajes suntuosos —con este punto de pasión que da actuar a escondidas con la calefacción bien alta— aquella Viena hace tiempo que es historia. Ahora el vienés hace pensar en un contable flatulento dirigido por una mano negra. Con tanto dinero y tan poca vitalidad, parece que para sentirse vivo, sólo quede el crimen o la repostería. Eso te hace mirar con otros ojos las grandes pastelerías...

PD. Veo que Viena ha perdido a 700.000 habitantes en un siglo: Barcelona, que ahora tiene la misma población que Viena —1.600.000—, sólo reunía a medio millón de habitantes en 1910.

Domingo

No sé si le viene de cuando era joven y hacía teatro, pero Lluís tiene una vis cómica que me hace pensar en Louis de Funès. La facilidad que tiene para convertirse en protagonista de situaciones divertidas me lo recuerda constantemente.

Este mediodía hemos vuelto a quedar en el hall del hotel y allí lo hemos encontrado, dando conversación al embajador con la corbata una poco torcida. Lluís es bajo y redondito, y el embajador ya he dicho que es un armario de hombre. Hablaban: Lluís con su gesticulación napolitana y el otro con el gesto ancho y vacío de las personas distantes y protocolarias.

De repente, una señora gorda, vestida de rojo, los ha interrumpido. Era más alta que Lluís y llevaba un sombrero también rojo lleno de flores blancas. Se pensaba que Lluís era el marido de Montserrat Caballé. La Caballé tenía actuación y siempre que viaja a Viena duerme en el Sacher. Lluís le decía que se equivocaba, pero la señora no se lo creía. Sólo hemos llegado a tiempo de oír el final del diálogo, que era en francés. Lluís se contenía como si estuviera en un acto oficial y le hubieran tirado polvo pica-pica en la camisa.

—Dígale a Caballé que quiero ayudar a Andorra a ser independiente —le decía a la mujer—.

—Andorra ya es un país independiente, señora. Y, si nos predona, estos amigos me esperan para comer y tienen hambre.

Comiendo nos ha explicado que la Caballé le dio un disgusto, cuando era secretario de la Presidencia. Dio un recital en China de canciones populares catalanas y el agregado militar las consideró subversivas. La prensa de Madrid se agarró a eso como un perro rabioso y la Caballé se alarmó. Una madrugada llamó a Lluís llorando. Decía que su carrera se hundiría. Lluís le dijo que no sufriera, y la Generalitat dio explicaciones a la prensa. Caballé, sin embargo, sólo es fiel a su talento —así son todos los genios— y pocos días más tarde Lluís supo que la cantante había enviado una carta a la Casa Real asegurando que había cantado en China obligada por la Generalitat.

Otro catalán que tenemos hospedado en el Sacher es Josep Borrell. Lo encontramos anoche esperando el ascensor todo estirado, con aquella sonrisa enigmática que se le hace en la flor de los labios. Con Salvador, veníamos de comprar un par de pasteles en la tienda del hotel e íbamos a dejarlos en la habitación, estas magníficas habitaciones forradas de verde, de un verde cremoso que recuerda las cúpulas de los palacios de la ciudad.

Yo teorizaba sobre las mujeres: "Una mujer que no puedas poner caliente con un trozo de chocolate es una mujer que no vale la pena; si a una mujer no te la ganas ni engordándola, más vale que lo dejemos". Y de repente Salvador me ha cortado como si hubiera visto a un fantasma:

—¡El Borrell!

El expresidente del Parlamento europeo esperaba el ascensor acompañado de una azafata cumplimentera —que él se miraba con sus ojos pequeños y minerales—. No sé qué hacía, en Viena, en un hotel tan lleno de gente de derechas, donde probablemente circula dinero negro. Coger ascensores no le ha hecho perder la forma. Conserva la figura estilizada de la época austera, cuando era secretario de Hisenda y barría Catalunya con inspecciones. Quizás ha venido a investigar a la Caballé.

Lluís ha evitado saludarlo. Tiene clavado en el corazón los años en que el PSC se refería a Convergència como el partido de la burguesía opulenta. Nunca tengo la sensación tan viva de pertenecer a una nación como cuando viajo: por todas partes donde voy encuentro a compatriotas. Cuando tienen relación con la política siempre acabo recordando que, gracias a todo lo que nos dejamos robar, estamos hermanados por odios africanos que hacen buenos aquellos versos de Sagarra: "Dolça Catalunya / pàtria del meu cor / qui de tu s’allunya / refot, quina sort!".

Quizá si no nos dejáramos robar tanto...

Mañana volvemos a Barcelona.