España tiene un problema de reciclaje con las dos estrellas que el Ibex 35 contribuyó a crear para combatir al independentismo. Pablo Iglesias y Albert Rivera no quieren hacer el papel del cornudo que paga la bebida, como si fueran vulgares políticos catalanes. No sé hasta qué punto su actitud responde a convicciones de tipo democrático, pero el hecho es que se resisten a apuntalar el sistema que habían prometido regenerar. 

Madrid siempre ha tenido tendencia a sufrir cambios de gobierno traumáticos, pero la situación de Catalunya ha encarecido el precio de la estabilidad hasta límites que devoran la política española. Como escribía hace unos días el notario Burniol, la mejor solución para el Estado seria que el PP contribuyera a la investidura de Pedro Sánchez e hiciera el papel de derecha responsable. La situación es tan explosiva que La Vanguardia se ha vuelto una referencia en la democracia española.

Para legitimar la represión en Catalunya, el PSOE se apoya en el presidente de Francia, que busca las fuentes de su poder en el reparto de cargos europeos y en el control del mercado más grande del mundo. El proyecto europeísta de Madrid es la unidad de España, mientras que el de París es la sostenibilidad de su universalismo mágico. Los dos combinan bien en esta época de desconcierto, marcada por la pasividad de Alemania y la vitalidad sobrevenida de los países del Este. 

El resultado de las elecciones griegas anticipa la hoja de ruta que la Europa de Macron tiene prevista para España y Catalunya. Después de cuatro años de alboroto, los griegos han elegido un primer ministro conservador, que proviene de una de las grandes alcurnias de la Atenas postdictatorial de los años setenta. España también intenta superar la nueva política mirando hacia atrás. Madrid quiere volver al bipartidismo para ganar tiempo al futuro.

En Catalunya, la punta de lanza del retorno a la vieja política es el pacto que los partidos de CiU han rubricado con el PSC en la Diputación de Barcelona. Mientras escribo esto, ERC ha ofrecido la presidencia de la Diputación a los chicos de Puigdemont, a cambio de que rompan el pacto con los socialistas. La misma lucha por el poder entre convergentes y republicanos que impidió la independencia amenaza ahora de hacer imposible la estabilización de España.

Los partidos de CiU no pueden hacer la comedia de votar contra la investidura de Sánchez, si ERC no se abstiene, y es difícil que ERC se abstenga si se siente excluida del reparto de premios. Los republicanos empiezan a darse cuenta que siempre serán contados como unos parias en el orden español, por más que se arrastren y hagan concesiones. Podemos y Ciudadanos se encuentran en una situación parecida, con el añadido de que sus líderes son españoles y no tienen la sangre de horchata. 

Como que ni Podemos ni Ciudadanos han servido para destruir al independentismo, el Estado intenta repetir la operación que elevó a Felipe González en los ochenta con un PSOE esterilizado. El problema es que Catalunya ha cambiado y que no es lo mismo entregar el poder a una generación de políticos de 40 años que se quieren comer el mundo que intentar utilizarlos como han hecho los viejos que todavía dominan las bambalinas del percal catalán y español.

Las segundas partes no suelen funcionar, y menos cuando se utilizan para resolver problemas que, en el fondo, ya están superados. España tiene miedo de un futuro sin Catalunya y por eso hace ver que hace falta reconstruir una democracia que ya estaba construida. Iglesias y Rivera nacieron para acabar con el independentismo, no para transformar España y, por lo tanto, solo tendrán un futuro en la medida en que Catalunya desaparezca de su mapa político. 

La paradoja es que, descartado el genocidio y el régimen militar, solo les queda la independencia.