Este lunes, saliendo de grabar el podcast de la tertulia del Bar de Rick, uno de los camareros del Velódromo me preguntó: “¿Vendrás otro día de esta semana?”. Como estamos siempre de broma, busqué instintivamente la trampa en la pregunta. Enseguida noté que el comentario no llevaba la punta habitual de ingenio, si no más bien un poco de inseguridad y melancolía. 

Ahora tengo una tarjeta de visita en el bolsillo de la americana y no me decido a guardar los datos personales que lleva impresos en mi teléfono. Hasta ayer, las tarjetas me parecían un estorbo rancio, una antigualla sin poesía. Ahora veo que también se pueden convertir en el testigo de una corriente de confianza, en el símbolo de un recuerdo modesto pero tejido de afecto. Ya me temía, por tus bromas, que vivías en Sant Cugat. 

Cuanto más miro la tarjeta más me doy cuenta de que, por bueno que sea el almuerzo, al final siempre te acabas enganchando a las personas. De repente, me saben mal los cafés y los bocadillos que me han servido en otros bares de la ciudad y que han pasado sin pena ni gloria. La tarjeta me recuerda que incluso pagar puede resultar agradable, sobre todo si hay alguien que se interesa por ti moderadamente y que sabe hacerte reír mientras haces el sacrificio de rascarte el bolsillo.

Cuando empecé a almorzar en el Velódromo, tenía poco trabajo y las cosas no me iban, ni de lejos, todo lo bien que van ahora. Llegué cojo y apaleado, no sabría decir si como un pajarito caído de un nido o como un veterano de guerra enloquecido por los cadáveres y las balas. La ciudad, e incluso el país, me resultaba hostil o incomprensible. Estaba cansado de buscar formas de servir a la humanidad sin sentirme idiota. Empecé a frecuentarlo solo porque me quedaba cerca de casa.

Un bar es como un puerto, un lugar entre el mar y la tierra. La vida pasa en una dimensión provisional o, en todo caso, nunca del todo definitiva. Los bares son espacios de inspiración y convalecencia. Cuando no te ves capaz de salir a campo abierto, te dan un margen de terreno neutral en el cual puedes recogerte o afilar la intuición. Mira si son un lugar franco, entre el orden y la aventura, que vieron nacer al periodismo y la democracia moderna. 

En un bar puedes vivir muchas cosas pero difícilmente te puedes hacer daño ―o más daño del que te harías en cualquier otro sitio―. Hay la imagen ingenua que los perdidos van al bar a destruirse, pero en realidad van a encontrarse, a proteger algo que está a punto de romperse. Por eso los asalariados se reúnen en sus mesas para criticar a los amos, las mujeres flirtean con señores que no querrían en su casa y los jubilados arreglan el mundo organizando tertulias políticas.

Todos los hombres sensibles necesitan tener un bar de referencia, incluso aunque no vayan; ni que sea para que los amigos puedan saber dónde deben ir a buscarlos en caso de urgencia. Ha pasado el tiempo y he ido acumulando conversaciones que me han llenado más que grandes viajes. En el Velódromo guardo tantos recuerdos que, si una mañana llego antes de que la ciudad se haya levantado, me da la impresión de que está más lleno y que hay más ruido que a la hora punta, cuando se hace cola en la barra.

Esta tarjeta de visita es el acta notarial de una época que me ha tenido de protagonista y de paisaje. Me parece que marca austera y delicadamente el agotamiento de una épica americana. Aunque no lo sepa, Josep ha visto como volvía a levantarme. Hemos crecido juntos y ninguno de los dos ya no necesita el bar para vivir. Él dice que se marcha para buscar otros trabajos que le lleven nuevos problemas. Yo seguiré viniendo, pero me doy cuenta de que ya no me hace la misma falta.