Nada me gustaría tanto como equivocarme. Juro que me encantaría que dentro de unos años alguien pudiera ridiculizar este artículo como Dios manda. Pero me parece que la mayoría de gente no se ha hecho todavía a la idea de la magnitud de los cambios que nos esperan, del mundo que se ha desvanecido, de los prejuicios y las comodidades que el bichito amarillo de Wuhan ha borrado del mapa.

El país continúa secuestrado por los mismos vividores que creían que el Brexit era reversible, que Trump no ganaría nunca unas elecciones y que se podía utilizar la independencia eternamente para controlar el presupuesto autonómico. Quizás es el calor del verano, pero a mi alrededor todo el mundo hace como si el bichito amarillo de Wuhan fuera otro accidente pasajero dentro del saco de obstáculos supuestamente imprevisibles que han destruido nuestro mundo.

Cuando leo tuits que dicen que confinar Lleida es autoritario o abogados que se preguntan cómo se puede obligar legalmente a llevar mascarilla, cuando veo estos matrimonios que necesitan sus vacaciones de mar y montaña como el aire que respiran, no puedo evitar estremecerme. No sé como decirlo: de la legalidad, de las urnas, de las vacaciones pagadas y de las pajas mentales de la izquierda relativista no va a quedar ni el humo.

Vuelve la tribu, la fuerza descarnada y el sálvese quien pueda. La única ventaja que tendrá la situación es que el silencio y el vacío que irá imponiendo la destrucción material de lo que ya estaba espiritualmente muerto quizás permitirá que la savia nueva fructifique. La castellanización de TV3 perpetrada por un exdirector valenciano del Avui y un president barcelonés que se hizo famoso editando periodistas enterrados por el franquismo es un buen resumen de los tiempos que vienen.

TV3 —como el negro de los Estados Unidos que murió ante las cámaras asfixiado por un policía blanco— es solo el eslabón débil de un mundo que se hunde. El problema ya no es la pandemia. El problema ni siquiera es la cantidad de hoteles, bares y funcionarios que, solo para empezar, sobran en Catalunya. El problema es que la idea de libertad que teníamos ha sido aniquilada y que los políticos y los articulistas hablan con palabras muertas.

Los próximos años nada de lo que nos pase irá de democracia, ni de derechos, ni de libertades, sino de pura supervivencia. Igual que las dos guerras mundiales se llevaron por delante los ideales de la sociedad burguesa, el bichito amarillo de Wuhan ha acabado de liquidar la sociedad de consumo norteamericana. Es toda una idea de libertad, con su imaginario y su estilo de vida, que se hunde; igual que en 1940 se hundió otra. 

El problema es que esta vez no será Occidente quien vuelva a marcar la pauta al resto del mundo, ni tampoco será Catalunya que marcará la agenda española. De la democracia, que es una lucha contra el estado dentro del estado, ya solo queda el poder y la nación. La carrera armamentística fácilmente puede derivar en una guerra tecnológica y de vacunas. La victoria de los caciques locales en las elecciones gallegas y vascas indican que Quim Torra será president, como mínimo, hasta el 2022.

Como en el procés, los catalanes pueden mirar hacia otro lado, y aprender derecho, jugar a embarazar hombres, perseguir fascistas o reírse de los jubilados que saben catalán. La misma disonancia cognitiva que impedía a muchos independentistas ver que Mas los engañaba, ahora impide al conjunto de la sociedad darse cuenta de que su mundo se termina. 

Si nos entretenemos saqueando muertos o intentando resucitar momias añoraremos el confinamiento de la primavera, igual que muchos procesistas ya añoran la autonomía. Me parece que buena parte de nuestro futuro personal y colectivo depende del porcentaje de catalanes que tomen conciencia de la situación a tiempo.