Tú no lo sabes, pero supongo que ya te lo imaginas. Durante los dos meses cortos que duró tu lucha vine a tu casa cada día. Almorzaba o comía en tu cocina, igual que siempre. Recordaba trozos de conversaciones y tu vivacidad cuando me hablabas de los asuntos de la familia. Escribía en mi despacho, a pesar de que no pudiera venir a hacerte la puñeta o arrancarte un adjetivo cuando el artículo no me salía.

De vez en cuando, me levantaba como si me faltara aire y paseaba por tu piso. Pensaba que cuando alguien se va, parece que sus cosas tomen vida. Es como si el alma buscara un refugio en los objetos que ha querido antes de volver a fundirse con el mundo o repartirse entre las personas que le han hecho compañía. No me dio la impresión de que fuera solo yo el que te buscaba en tus cuadros, tus libros, tus muebles, en tus antigüedades.

Hasta que no te marchaste no osé hacer ninguna fotografía de la casa para fijarla en el recuerdo. Entonces ya sabía que la vibración literaria o sobrenatural que tus cosas cogieron aquellos días era fruto del orden que habías creado. No eran solo los recuerdos que encontraba en cada habitación y en cada rincón bonito, perfectamente pensado, del piso. Era tu orden ―tan sólido y exquisito― el que me mecía a medida que me adentraba en tu vida, en nuestra vida. 

Estos días he recordado situaciones que ni siquiera he vivido y he acabado de entender comentarios y diálogos que hasta ahora solo había comprendido a medias. He entendido de corazón el esfuerzo que tuviste que hacer para poder levantar un entorno que nos protegiera de la vulgaridad; me he dado cuenta de la alegría natural y del coraje instintivo que nos ha dado el hecho de poder crecer en un contexto tan bello, no solo tan lleno de amor sino también de cosas bonitas.

Los judíos se acostumbraron a viajar ligeros porque no tenían patria. Tú nos llenaste la vida de detalles porque tenías la esperanza de dejarnos un país que nos protegiera como no te había protegido a ti, además de una familia. A solas levantaste el mundo de los abuelos de los escombros y le devolviste el estilo y la categoría. A veces me pregunto si el esfuerzo para subir el listón no te ha costado la vida, si finalmente no quedaste atrapada bajo el peso de tu sensibilidad, majestuosa e incomprendida como un cisne, cuando papá traspasó. 

No es ningún reproche, todos moriremos de algún exceso y es mucho mejor morir de una épica que sea sólida que no de fumar o de salvar focas. Pronto tus cosas formarán parte de otro orden y, incluso en algunos casos, caerán en manos de desconocidos. No tengo ninguna prisa para deshacerme de ellas, ni pienso sacralizar nada. Solo intento darles tiempo para que me acaben de contar bien tu historia ―y para que el vacío haga el espacio que necesito para poder hacerla todavía más mía.

No sé hasta qué punto los objetos son capaces de existir por ellos mismos, como en las novelas de algunos escritores, pero es evidente que pueden despertarte la memoria y orientarte, si los sabes mirar y no tienes miedo de lo que te dicen. A través de tus cosas todavía puedo sentir físicamente la delicadeza con la cual nos querías, incluso ahora que cuando paseo por tu piso ya casi solo veo lo que hay. 

La insospechada intensidad que cogió tu orden mágico se ha ido desvaneciendo, desde que te recogieron los ángeles. Últimamente, te veo aparecer más detrás de las virtudes y de los defectos de mis tres hermanas, como si tu recuerdo enfatizara partes ignotas de su personalidad. Esto también me dice que este será seguramente unos de los últimos artículos que escribiré en este magnífico piso y este despacho. 

Total, tú tampoco vas a entrar para interrumpirme, ni yo saldré para cogerte por sorpresa y hacerte bromas y fotos divertidas con el móvil, a escondidas.