Poco a poco se empieza a crear un ambiente claustrofóbico, que me recuerda al que llevó al asesinato de Josep Maria Planes, aquel joven que escribió: “Soy un periodista que quizás cometo la imprudencia de decir en voz alta lo que piensan el 90 por ciento de los catalanes”. Entonces estaba la FAI, pero ahora solo están los bancos controlados por España. La situación ha mejorado, y creo que tenemos margen para aplicar aquello que Josep Pla le dijo a Lluís Prenafeta desde la cama de un hospital: “Aguantad, eh, sobre todo, aguantad”.

Para entender hasta qué punto el debate se va volviendo cada vez más agrio y tremebundo no hay que mirar hacia Madrid, basta con leer el Diari de Girona. A través de La Vanguardia gerundense se entiende muy bien por qué Bernat Dedéu cree que necesita utilizar su princesa del Gòtic para disfrazar la política más cruda. También se entiende por qué el camión de la basura del Ibex-35 solo encuentra a niños y gatos perdidos cuando sale a hacer la ronda de noche.

Vichy necesita que los votantes de Convergència asuman la derrota, pero de momento solo consigue que la asuman sus mejores articulistas. Si no queremos que nos vuelvan a enredar, tendremos que aprender a distinguir muy bien entre los dramas personales y la carencia de medios políticos para hacer la independencia. Nunca, desde las décadas más duras de hace un siglo, se habían visto cosas tan grandes a través de detalles tan pequeños, y nunca el poder se había construido tan cerca de la miseria de la gente, y de los fantasmas que crea el miedo.

La política se ha convertido en un baile de espectros, y recuerda a un carrusel que Juliana Canet ha colgado en Instagram con una habitación caótica en la cual no se ve ningún objeto definido. La voz literaria de Salvador Sostres va degenerando y cada vez rezuma más la ofuscación de un mundo que muere porque no encuentra herederos, ni manera de rejuvenecer. Cuando leo sus artículos, Vichy siempre me parece uno de aquellos jabalíes acorralados por los cazadores que se dan de cabezazos contra las vallas de una jaula.

Todo el mundo sabe que, a la larga, el votante convergente será el que decante la balanza, por eso también es el que más codician y más atacan los caraduras

El 155 ha dejado una herida tan honda que cuando observas las instituciones y los liderazgos solo ves el abismo. ERC hace una gestión profesional de la derrota y Junqueras tiene que vivir escondido porque no hay nadie que pueda legitimar su rendición, ni siquiera atacándolo. Vichy necesita un partido que dé a la derrota de los políticos un barniz tribal, más visceral y colectivo. Pero Pujol es historia y Convergència no se puede restaurar desde el PSC de la LOAPA y de Joan Barril, o sea desde el mundo de Sostres.

Las últimas estructuras vivas del antiguo imperio hispánico se van disolviendo en el nuevo marco europeo. Esto no solo hace que las viejas soluciones sean cada vez más obsoletas; también reaviva el espíritu de las naciones de la Península, especialmente de Castilla y Catalunya. Igual que Ayuso, Vox es un fenómeno más castellano que español. Da miedo porque recuerda en todas partes que tarde o temprano la lógica política del Estado pondrá a los catalanes contra la espada y la pared, en la situación de luchar para sobrevivir.

Cada vez que Laura Borràs hace el ridículo se vuelve un peligro para Madrid porque recuerda a sus votantes que Catalunya es un país ocupado. Cada vez que el Sostres acusa a Jaume Giró de corrupto también nos recuerda que somos un país ocupado y que, gracias a esta circunstancia, los periodistas pueden hacer la misma pornografía que Ayuso hace con su hermano. El problema es que todo el mundo que depende del comedero quiere mantener el gobierno al precio que sea y esto ayuda más que España a crear un clima de represión y de derrota.

Tenemos que aguantar, hay que dejar que ERC gestione la miseria, y esperar que salga un partido independentista que le haga una oposición hecha y derecha. Guste o no, en una democracia, el poder más fuerte es el consentimiento de la gente que es gobernada. En Catalunya, el electorado más convencido y resistente es el que votaba siempre a Convergència. Todo el mundo sabe que, a la larga, el votante convergente será el que decante la balanza, por eso también es el que más codician y más atacan los caraduras.

Tenemos que dejar que el cartón español se hunda y aguantar. Puede parecer una idea peligrosa, pero esta vez no nos podemos permitir dejar a Planes solo, como hizo la Catalunya invertebrada de los años treinta.