Una de las Navidades que me gusta más recordar es la de la primera televisión en color. La empresa de mi padre empezaba a hacer dinero y desde hacía un par de años habíamos incorporado, al programa de las fiestas, los presentes de Santa Claus. Los regalos del día de Reyes y de mi cumpleaños no habían sufrido nunca ningún recorte, ni siquiera en los momentos más ásperos de dificultad. En aquella época eran las fechas que esperaba con más deleite y las que más llenaban mi imaginación.

Mi madre puso la mesa en la cocina y mi padre corrió a cerrar la puerta. “He oído ruidos”, nos dijo en voz queda, riendo con los ojos, con una cara de misterio que parecía sacada de una serie de dibujos animados de la Warner Bros. Cuando mi padre hacía comedia, los dientes de delante le daban un aire mágico y parecía que le hubieran crecido de una forma estrafalaria por algún motivo. Mi madre salió al pasillo y se oyó un trasiego. 

No recuerdo qué comíamos, quizás rape con langostinos, que era un plato típico de las fiestas de aquel entonces. Neus y Eila eran demasiado pequeñas para entender qué pasaba, y continuaron comiendo sin hacer mucho caso del ajetreo. Laia y yo sonreíamos y nos mirábamos cómo diciéndonos: “Nuestros padres están un poco loquitos”. Mi madre nos puso los postres mirando de disimular, pero mi padre empezó a entrar y a salir de la cocina cada vez más animado por sus propias bromas.

Aquel día empecé a entender que las fiestas de Navidad son una representación de los sueños y las ambiciones que nos mantienen en pie todo el año

Como cada año, nos hartamos de reír y, después de atragantarnos con los lichis, y de sacar el Vichy por la nariz, entramos en tromba al comedor. Junto al árbol había un paquete más gordo que los otros, con una tarjeta donde ponía escrito a mano: Familia Vila. La ventana estaba abierta, en las copas había moscatel. Mi padre recogió un papel del suelo y dijo con una indignación postiza, hecha de candor psicopedagógico: "Santa Claus me va a oír, mañana lo llamaré a la oficina de Laponia y le diré que haga el favor de contratar a pajes profesionales".

Yo ya me había resignado a no tener nunca una televisión en color y cuando mi padre me dijo que el aparato no tenía marca porque estaba hecho con las mejores piezas de cada fabricante, tuve un momento de duda: ¿qué les diría a mis amigos? Si en aquella época ya se hubiera hablado de marcas blancas, la elección me habría parecido desafortunada. El aparato venía sin el mando porque mis padres no querían que nos apalancáramos en el sofá pero tenía un diseño elegante y unos botoncitos naranjas que parecían muy modernos.

Cuando pusimos en marcha la televisión, la primera imagen que vimos fue un Santa Claus barbudo y gordo que atravesaba el cielo montado en un trineo. Parecía que Santa Claus nos decía adiós, mientras pasaba de un lado al otro de la pantalla, y nos quedamos un poco de piedra. Mi padre fue el más rápido en reaccionar. Salió al balcón y empezó a gritar: "¡Adiós, adiós, gracias, gracias, buen viaje, hasta la vista!". Neus y Eila corrieron detrás de él, y se pusieron a buscar el trineo volador, en el cielo negro de Barcelona. 

“¿Dónde está, dónde está?”, preguntaban mis hermanas cada vez más impacientes. Prendada por el susto, y por la decepción de haber dejado pasar una ocasión tan especial, Neus se echó a llorar. Mis padres corrieron a consolarla. Como no lo conseguían, Eila y Laia intentaron ayudarlos. Por un momento yo también perdí el interés en la nueva televisión. Aquel día empecé a entender que las fiestas de Navidad son una representación de los sueños y las ambiciones que nos mantienen en pie todo el año, y que esto que los pesados denominan realidad siempre supera la ficción de una manera u otra.