En los tres volúmenes de entrevistas que Montserrat Roig publicó en 1975 se ve muy bien de dónde venimos y por qué el régimen de Vichy ha sido tan fácil de implantar. En la antología oportunista que ahora publica Ediciones 62, el alcance del drama no es tan evidente porque sus mismos curadores son herederos directos de aquella época de transición alocada y mal resuelta.

Cuando Roig publicó la serie de entrevistas, el país ya hacía tiempo que se había acostumbrado a vivir en tono menor. Enterrada bajo el hollín, Barcelona tenía color de perro que huye, y el juego de grises deprimentes que oscurecían el pasado de los edificios y daban un tono impersonal a la ciudad casi no hacían sospechar a nadie, incluso parecía que vistieran de confort las pulsiones mezquinas del país.

Después de escribir el artículo del martes, un inesperado corriente nostálgico me pegó el recuerdo de aquella Barcelona que ya casi había olvidado. A diferencia del catálogo de famosos que Edicions 62 ha publicado, los libros originales de Roig captan las interioridades de la derrota catalana, el desamparo de aquel país deshecho por la violencia, el miedo y la humillación.

Durante un rato, quedé hipnotizado por la acumulación de diálogos absurdos, de preguntas fallidas y de respuestas sin ton ni son que llenan las entrevistas. Vi mi vida a través de los esfuerzos que Roig hace para intentar encontrar su lugar en una sociedad rota por la represión y por el olvido. Me dolió que no se me hiciera mucho más exótico y extraño, aquel mundo de gente embrutecida por la dictadura, incapaz de explicar su historia sin excusas.

Enseguida, la niñez se me llenó de sombras y fantasmas: cuando el padre de Reixach intenta hacer creer a Roig que su hijo se muere por conocer a Franco y al Papa; cuando Pla dice que el Estado ha traído masas de inmigrantes deliberadamente pero asegura que no le servirá de nada; cuando Perich se emborracha mientras se pregunta si tendría que intentar conocer el humor de antes de la guerra; cuando Cesc tumba un de vaso de horchata y pide un whisky para afrontar la entrevista con más coraje; cuando Pau Riba se hace el interesante.

En cada entrevista, se me despertó el recuerdo de alguna figura alocada del pasado, la imagen de alguna tara que de muy pequeño ya rehuía por miedo a que mi entorno me la llegara a pegar. Quizás porque Roig me forzó a hacer un viaje a la infancia más intenso de lo que es habitual, me di cuenta de que la miseria se puede echar de menos, disfrazada o no de otra cosa, igual que la soledad o cualquier otro vicio, una vez lo has probado. 

Las entrevistas describen un país mórbido, adicto a la derrota y al dolor. El libro me hizo pensar en estos animales apaleados que en ningún lugar se encuentran tan a gusto como en el lecho de paja que les pone el dueño que los maltrata. También pensé en un día del invierno pasado que cenábamos con mi madre y teníamos la televisión encendida: 

―Todo esto yo ya lo he visto, y no lo quiero volver a vivir ―dijo, dejando caer los cubiertos con una cara de asco que no le había visto nunca

A veces me parece que me puse a escribir para protegerme de las nubes tóxicas que fabrican las derrotas del país.