De todas las cosas que me he llevado del piso de mis padres, la que me hace más compañía es un aparato de música Bang&Olufsen de los años noventa. Mi padre no era especialmente melómano ni partidario de gastar dinero en tecnología. En casa no tuvimos televisión en color hasta poco antes de las Olimpiadas. Cuando jubilamos el Seat 127, que también hacía de furgoneta de la empresa, la puerta del conductor no cerraba y hacía falta que alguien la aguantara con una cuerda o un cinturón, desde el asiento de atrás.

A pesar de que los primeros trabajos de la universidad los hice a máquina, desde pequeño vi aparatos de música de gran sofisticación, en casa. A primeros de los ochenta, teníamos una cadena con un panel lleno de lucecitas que introducía los casetes en la platina como si fueran CD's, iluminándolos con un láser del color del dedo de ET. Cuando cumplí 18 años, mis padres me regalaron unos altavoces Bowles and Wilkins, que todavía conservo y que suenan limpios como un chorro de agua de montaña.

Cuando el Bang&Olufsen entró en casa ya íbamos sobrados de dinero, pero vivíamos como siempre, gastando en comida y educación. Mi padre no tenía una colección de discos remarcable, ni se pasaba ratos largos pegado al aparato de música. De hecho, solo lo recuerdo poniendo la banda sonora de Carros de fuego con la cadena de los años ochenta y escuchando el concierto de fin de año en el Bang&Olufsen. Mi madre ponía The Platters y las tertulias de la noche para dormirse, pero siempre fue más de las artes plásticas.

Quizás porque era el único capricho que le había visto disfrutar sin manías, cuando mi padre murió a primeros del 2015 me quise comprar un aparato igual que el suyo. Como que era antiguo y ya no lo fabricaban adquirí el modelo equivalente en precio, una pieza ondulada, que intenta imitar una talla de madera de arte africano. A pesar de que el minimalismo típico de Bang&Olufsen parecía haber perdido el optimismo futurista europeo, la decepción vino por otro lado. 

Enseguida que puse en marcha el aparato me di cuenta de que no me sonaría nunca tan bien como el de mi padre y se me hizo antipático. No es que la calidad de los altavoces fuera más mala. Ahora que he podido hacer comparaciones puedo asegurar que la música tiene más profundidad, la diversidad de planos de los instrumentos es más rica y clara. Aun así cuando lo pongo en marcha todavía encuentro que emite un sonido impersonal, y me hace añorar el clima aterciopelado y cálido que creaba el aparato de casa mis padres. 

Ha hecho falta que tuviera los dos en mi piso para darme cuenta de que el problema de mi Bang&Olufsen es, sencillamente, que no es capaz de despertar una historia tan rica como el otro. En parte es culpa mía porque he tenido la casa organizada como si fuera un camping. He vivido sobre la marcha, por temas de tiempo y dinero, pero también porque una parte de mí ya se encontraba confortable delegando en la casa de mis padres la belleza y el calor que tienen que tener los hogares estructurados.  

Ahora que tengo los dos aparatos instalados en casa me da la sensación de haber conectado dos partes de mí. Cuando pongo el Bang&Olufsen antiguo me doy cuenta de que todas las cosas que podría añorar las llevo tan adentro de mí que no me hace falta ni cerrar los ojos para sentirlas vivas. Sabía que una canción te puede hacer viajar en el tiempo, pero no habría dicho nunca que la simple textura de un sonido de altavoz me pudiera despertar la memoria como si fuera el gastrónomo de Ratatouille, la abuela de Coco o el mismo Proust. 

Debe de ser que los mundos que crea el amor no solo no mueren nunca sino que siempre encuentran la forma de volverte a recordar que la eternidad existe y que siempre nos acompaña.