Mi corresponsal más viajero, el chico que el otro día estaba en Filipinas intentando follarse a una danesa angelical en la arena de la playa, me escribe esta semana desde Rotterdam, antes de marcharse a Nueva York. “Esta noche ―sentencia, en el pie de foto de una mesa romántica de restaurante― , tendremos fiesta sin beber ni una gota de alcohol”.

Me quiere enseñar que es capaz de seducir a una “hippy china” y me envía una parte del texto que supuestamente tiene que convencer a la señorita de acostarse con él. Yo me río, y espero. El texto es un ensamblaje de frases vacías con muchas palabras esdrújulas, pretendidamente profundas, que sólo podrían enredar a una mujer tonta y pretenciosa. 

En la última frase, Casanova le propone de llegar a “un tipo de nirvana en el cual la moralidad queda suspendida y los espíritus fluyen sin más vínculos que la vida misma”. Al cabo de un rato recibe una respuesta en forma de calabaza, que empieza diciendo: “El texto está escrito con mucha atención y presenta una posibilidad que yo declinaré amablemente”.

La respuesta exuda esta burla juguetona que las mujeres educadas usan para despachar a los machos inexpertos que no han entendido todavía que todas las acciones tienen consecuencias. La chica, que tiene un novio en la China, le desea que “viva aventuras muy emocionantes”. El punto final lo pone el icono de un árbol, que es una cosa que plantas cuando haces una familia, en los países donde todavía queda un poco de espacio. 

La situación me ha hecho gracia por el candor que supone intentar darle gato por liebre a una mujer. Si te quieres hacer una mujer vale más que vayas al grano o que te lo hagas venir bien para que sea ella la que te vaya abriendo las puertas. Mirar de enredarla con discursos de poeta es como intentar estafar a hacienda, ataca directamente al núcleo de su poder. Ellas siempre sabrán dar gato por liebre mejor que nosotros.

―¿Tengo que ser más directo? ―me pregunta.

―Tienes que intentar no esconder tus ganas de follar con discursos de adolescente y pensar un poco más en qué quieren ellas. Las mujeres no son pastelitos que tú vas y te comes para llenar tu hambre o para hacerte el chulín. Para fardar y para llenar los vacíos, ya tenemos el trabajo.

Mi corresponsal ha sido educado en esta idea absurda de que los hombres y las mujeres somos iguales y que tenemos los mismos intereses. Es una idea que, al final de la comedia, despolariza la tensión sexual y que quizás tiene algo que ver con la decadencia de la intimidad que detectan los estudios sociológicos. Como es joven, con el tiempo y alguna bofetada, entenderá que las mujeres no se acuestan con nadie si no es para sacar un provecho concreto, por más que ahora algunas hagan ver otra cosa.

―Me gusta esta idea de que las mujeres siempre miran qué sacaran del asunto, como los jefes o los mánagers. Esto lo aprendí enseguida en la empresa ―me escribe.

―Pues respeta su sensibilidad capitalista, hombre. Están aquí para recordarte que el infierno está adoquinado de buenas intenciones y que todo aquello que hacemos tiene consecuencias; que no hay nirvanas que suspendan la moralidad, sino, en todo caso, hay momentos en los cuales te puedes permitir pasarte la moral por el forro.

Mi joven corresponsal se ha creído la propaganda y quiere vivir como si el mundo fuera una especie de parque de atracciones sexual. Tarde o temprano las mujeres le enseñarán que el mundo se asemeja más a una selva que a Disneylandia y que la china hippy que ha tenido la suerte de conocer en Rotterdam, además de estar buena, ha jugado muy limpio y ha sido muy buena chica. Si no fuera que tengo novia, le pediría el correo y el número de teléfono.