Uno de los señales clamorosos de la decadencia de ERC y el PDeCAT es el intento que la Moncloa ha hecho de rebautizar el aeropuerto de Barcelona por la fuerza, al más puro estilo franquista. Sin la degradación que la idea de la independencia ha sufrido en manos de los partidos que gobiernan la Generalitat, Pedro Sánchez no habría caído en la tentación de llevar a cabo una operación de maquillaje tan grosera.  

La figura que la Moncloa ha elegido indica que los políticos de Madrid viven intoxicados por sectores de la vieja oligarquía de Barcelona que no han digerido todavía las mayorías absolutas de Jordi Pujol. Puestos a disimular el fracaso de la tercera vía, los virreyes de la ciudad habrían podido ser más astutos y proponer a la Moncloa rebautizar el aeropuerto con el nombre de Francesc Macià o de Prat de la Riba

La idea de asociar un aeropuerto tan potente al mito de Josep Tarradellas servirá para recordar de manera cada vez más cruda la estafa que fue la Transición y el descalabro que el PSC sufrió en 1980. También dejará en evidencia hasta qué punto los poderes autonómicos han sido cómplices de los esfuerzos que el Estado ha hecho para intentar convertir el Prat en un aeropuerto provinciano, de segunda categoría. 

Los sectores que intentan utilizar el aeropuerto para su provecho político y sentimental acabarán igual de mal que los partidos que, hace diez años, intentaron utilizar las consultas por la independencia. La realidad es tozuda, y es peligroso jugar a hacer el brujo con amuletos o dejarse llevar por el narcisismo. Los cambios de nombre no impedirán que El Prat sume pasajeros y, por lo tanto, que siga dando aire a las reivindicaciones independentistas. 

Como se ha visto en los últimos años, el control que Madrid ejerce sobre el aeropuerto no ha servido de nada a la hora de parar o de españolizar las lógicas globalizadoras que han terminado con la credibilidad de la política autonómica. Ni la creación de Spanair, ni todavía menos su destrucción, que fue igual de interesada y de arbitraria, no evitaron que el aeropuerto continuara creciendo hasta superar los 50 millones de pasajeros. 

En tiempos del catalanismo, los puertos eran el centro del intercambio de ideas y de mercancías, y España necesitaba a Catalunya para no quedar aislada del mundo. Ahora los aeropuertos de las dos capitales alimentan la vida nacional de dos países diferentes y la competencia desleal que el Estado alienta y protege para garantizar la hegemonía de Madrid cada vez lo hará más evidente.

Los aeropuertos son la infraestructura nuclear de la globalización. En muchos lugares del mundo se gastan millonadas para conseguir crear de manera artificial lo que Barcelona tiene casi por gracia divina. Pocas ciudades cuentan, como Barcelona, con un aeropuerto tan potente, tan cerca del casco urbano, y todavía son menos las que, encima, tengan al lado un puerto tan grande. 

Sin guerras mundiales que lo hundan todo, la historia y la geografía nos hacen eficientes incluso cuando el Estado nos pone palos en las ruedas. El gobierno de Sánchez puede ocupar el centro de Barcelona con francotiradores durante todo un día para vengarse, ni que sea de forma simbólica, de la humillación que supuso el 1 de octubre, pero no tiene capacidad para controlar el crecimiento del aeropuerto, ni siquiera para bombardearlo. 

Sánchez quiere cambiar el nombre de El Prat porque la Moncloa ya no está en condiciones de convertir la unidad de España en una cuestión de vida o muerte, como en otras épocas. La naturaleza folclórica del procés ha derivado en una guerra grotesca de imaginarios rancios y gesticulación exaltada entre partidarios de la Transición y partidarios de la república, entre verdugos de cartón piedra y víctimas de andar por casa.

Con esta dejadez, pronto bastará con recuperar los libros de Ramon Tremosa para dar la alcaldía de Barcelona a Jordi Graupera y convertir a Tarradellas en un mito del independentismo. La idea que López Burniol y compañía han tenido con el aeropuerto me hace pensar que, como decía Macià Alavedra recordando a Francesc Pujols, Tarradellas era nuestro Richelieu y también nuestro hijo de puta.