Llegamos al Hetta emborrachados de triunfalismo pero como somos catalanes no echamos la casa por la ventana. Desde que cenamos allí este verano, habíamos pasado por delante muchas veces. El pasaje Marimon está lleno de restaurantes. El más barato y divertido es el Chiku Yo. El atún y el salmón parecen cortados con sierra eléctrica, el alga tiene textura de cuero sintético y el suelo se pega a los zapatos, pero por 15 euros incluso puedes olvidar que vives en Barcelona. 

La informalidad del Hetta es otra cosa mucho más estudiada. El hecho de que los camareros vayan tatuados hasta los dientes y que haya un exceso de alboroto no hace bajar el precio de la nota. El restaurante se presenta con este misticismo neutro, a veces irritante, que tienen los escandinavos, que son nuestros japoneses. Quizás porque detrás de la coraza protestante late el animismo, los escandinavos también tienen su nicho mercantil de exotismo estético y hedonista.

La primera noche que cenamos en el Hetta nos dieron más pan que queso. La carta era más prometedora y complicada que no rica y compleja. Los camareros te ponían la cabeza como un bombo con los grados de cocción de los platos mientras te morías de hambre. Sin querer, pensé en una francesa que, unos días antes, había invitado para poder explorar el restaurante y que se presentó con 15 años y 25 kilos de más respeto la fotografía que tenía de ella. 

Todo esto ha quedado resuelto con el cambio de carta, que se ha simplificado y ha eliminado experimentos como los que se hacían con las ostras. Un gargajo de sirena, bien majestuoso y presentado como es debido, es suficiente para ganarte la clientela; si quieres, baña la ostra con un poco de agua de pepino como si fuera Cleopatra, pero por el amor de dios no se le eches hierbajos. Respeta la calidad virgen y etérea, de terciopelo por estrenar, que tiene el cuerpo de la ostra y el contraste que hace con los rincones selváticos de la bestia, cuando te la pones en la boca.

Después de las ostras, tomamos un caviar finísimo de alcachofa. El plato venia con un blini de color carbón que era como un hot cake frío y blandito, con un sabor ligeramente ahumado. Con la ayuda de una crema de garbanzo, el blini ligaba el recuerdo de la montaña, la pinocha y la seta con una sublimación del gusto de la alcachofa en conserva muy bien conseguida. Este detalle, en un restaurante que va de ecológico, te venia a recordar que la civilización consiste en comer fuera de temporada.

El tercer plato también lo acertamos. La sepia era tierna como una oreja de mujer, se cortaba al diente con una precisión inaudita. Todo era tan bueno que habíamos olvidado por qué estábamos contentos y comentamos que los vikingos ponen eneldo y cebollino en todas partes y que el pepino era una distracción gratuita, como esta filosofía barata de la que Woody Allen se burla en sus películas. Nunca habíamos comido una sepia tan en su punto y la salsa de garum dejaba un perfume de ánfora en el fondo de la boca que parecía que viniera de los tiempos de los senadores romanos

Para acabar no hicimos postre. Los postres gustan a las señoritas, pero matan el gusto de los platos que has comido y, si quedas empalagado, cerrar la noche se puede volver pesado. El camarero, que no era sueco, presionaba para que hiciéramos más gasto y recordé un plato del verano, hecho a base de huevo y caviares varios. Cuando lo remueves, parece una crema catalana con lacasitos. Queda cojonudo en las fotografías de Instagram y tiene una textura golosa y divertida, de salsa carbonara sin pasta. 

Cuando salimos, no recordábamos que al día siguiente había elecciones, a pesar de que la Diagonal estaba llena de carteles de los nuestros. Si la bruja que asesora a Colau hubiera querido advertirnos de la bofetada que nos meteríamos, no la habríamos creído. De hecho, no sé ni si nos habría importado. Como dicen los españoles que se hicieron ricos con el franquismo, y que dominan la política y el dinero de la ciudad (como han vuelto a demostrar los resultados del Upper Diagonal), que nos quiten lo bailao ―y lo que bailaremos, todavía; hijos de puta.