Me da la impresión de que poca gente es consciente del impacto que tendrá en el país y también en España la normalización del ideal independentista. Los últimos años no tan sólo no los olvidaremos tan rápido como algunos querrían. Justamente porque han movilizado un imaginario capaz de liberarnos, también nos obligarán a escoger entre vivir o autodestruirnos.

Si el independentismo ha caído como un meteorito sobre el país, es porque toda la cultura nacional se había ido forjando para evitar la emergencia y su normalización. El catalanismo estaba pensado para contener la presión asimilativa de Castilla, pero también para asegurar la castración política del deseo de libertad de los catalanes.

El catalanismo era una especie de terapia psicológica para aceptar un fracaso inaceptable sin perder la esperanza. Por una parte, mantenía el Principado dentro del proyecto español, para beneficio de las élites, cuando España hacía tiempo que había dejado de ser aquello que era en 1714 o incluso durante el Renacimiento. De la otra, contenía el conflicto entre Madrid y Barcelona evitando el resurgimiento de la nación entera y de su antiguo espacio de relaciones en el Mediterráneo.

El catalanismo vivió el mejor momento durante el pujolismo y algún día se verá que Aznar se jugó su España a todo o nada, cuando dio por cerrado el Estado de las autonomías. También se verá que la Generalitat era el camello que se encargaba de distribuir la droga intelectual y económica necesaria para mantener a los catalanes en un estado de ensoñación y vaguedad, que sólo podía conducir a la mediocridad y al folklorismo.

Sólo cuando Madrid se intentó apropiar de los méritos del catalanismo y dejó a los políticos del país sin un discurso creíble, el independentismo encontró un espacio para crecer con rapidez. Con los objetivos cumplidos dentro de la España constitucional, el catalanismo se encontró entre la espada y la pared, sin poder avanzar ni retroceder, atrapado en su propia creación.

Fue en aquel momento, cuando los políticos y los intelectuales autonomistas se encontraron al borde del paro y de la humillación, que se aferraron a una idea que muchos catalanes hacía siglos que anhelaban, pero que no había desarrollado los resortes culturales necesarios para concretarse. El problema es que intentar hacer la independencia con los valores del catalanismo, o incluso tratar de traficar, era como pretender que las vacas vuelen.

A los políticos autonomistas les ha pasado como a muchas mujeres, que después de tantos años de sumisión, por una mezcla de hiperconciencia y de debilitamiento espiritual, creen que la libertad consiste en controlar aspectos de la vida que no pueden controlarse sin pervertirlos o no banalizarlos. Ahora tendremos que transformar la cultura y el lenguaje, mientras el régimen español intenta una especie de restauración, aprovechando que los dirigentes autonomistas tratan de rectificar por los mismos motivos que antes se apuntaron al independentismo.

Como las mujeres, los catalanes tendrán que entender que las derrotas y las limitaciones sólo llegaran a servir de combustible para dar fuerza a las virtudes, cuando se comprenden en profundidad y cuando se aceptan sin victimismo, ni cálculos de pan mojado con aceite. Mientras impere la cultura del pragmatismo mal entendido y de la falsa modestia no iremos a ningún sitio, porque cuando quieres salvarlo todo, te conviertes en un repelente y tarde o temprano lo pierdes o lo desvalorizas todo.

Si sacrificas tus mejores virtudes por miedo de tener problemas, puedes estar seguro de que alguien más se aprovechará, como se ha visto con el provecho que España ha sacado del trabajo democratizador que el catalanismo ha hecho en las últimas décadas. Así pues, la pugna de los próximos años enfrentará los sectores que se quieren morir sin dolor aceptando una restauración autonomista que ya sólo sirve en el mundo de Ciudadanos y los que tienen bastantes ideas y bastante confianza en el futuro para crear otro lenguaje y otra manera de enfrentarse a la incertidumbre y a las derrotas del pasado.