Hace días que pienso en una vez que Gabriel Rufián y Jordi Graupera se encontraron debatiendo en una carpa, ante una muchedumbre desorientada de público procesista. Días después le pregunté a un amigo cómo había ido y un poco perplejo me respondió: “Primero Rufián se disculpó con Graupera por no ser tan inteligente como él y a continuación pasó a burlarse de sus propios votantes”.

Rufián es una de las figuras que se adaptó mejor y más rápidamente al tumbo autoritario que la política sufrió después del 1 de octubre. ERC busca la centralidad y los diarios dicen que, para centrar a un partido catalán, tienes que explotar la pena, folklorizar la cultura, hacer ver que defiendes a los niños y a los pobres y, en definitiva, demostrar a la banca española que trabajas para debilitar el carácter de la nación.

Pujol llevó este programa hasta su máximo refinamiento en la época dorada del autonomismo. Lo implementó tan bien que Aznar llegó a creer que podría cerrar el estado de las autonomías sin encontrar resistencia. Después, Junqueras y Colau intentaron imitar la fórmula pujolista, pero la idea de la independencia era tan fuerte que, mientras los partidos prometían aplicar el resultado del referéndum, la ilusión de separarse de España lo tapaba todo. 

Después del 155, la dirección de ERC aprovechó los orígenes españoles de Rufián para convertirlo en la punta de lanza de su viaje hacia al centro. Con la excusa de que las élites convergentes no harían nunca la independencia ―155 monedas de plata―, el partido de Junqueras empezó a promover su versión republicana del programa pujolista. Con Convergència fragmentada y Puigdemont haciendo de activista en el exilio, al final la inversión ha dado frutos.

A pesar de que ERC perdió las elecciones del 21-D contra pronóstico, la estrategia ha funcionado a medida que los políticos se han alejado de los votantes y que las comedias de Puigdemont han desgastado el independentismo. Dos años después se ve que Rufián no se burlaba de su público porque fuera burro, sino porque quería ampliar la base electoral de su partido apelando a la masa despolitizada ―y por tanto inofensiva― que llena por defecto las urnas de los comunes y Convergència.

Ahora se da una situación paradójica y es que España no se puede estabilizar con una ERC hegemónica en Catalunya ni Catalunya puede acabar de romper con España sin un partido conservador, que tenga cara y ojos. Los convergentes esperan y dan cancha al discurso antifascista de ERC, convencidos de que tienen el apoyo del Estado y que el sentimiento nacional catalán es una fuerza mucho más potente que las abstracciones republicanas. 

Como que los sentimientos nacionales se han endurecido con la experiencia de los últimos años, los partidos de Convergència necesitan volver a domesticar a sus votantes antes de poder recuperarlos con un discurso de orden. La comedia antifascista de ERC les va de coña para crear el clima de autocensura y degeneración intelectual que necesita el autonomismo. Mientras los republicanos se embarcan en una dialéctica perversa contra un falso fascismo catalán, los convergentes se frotan las manos, pensando en su próxima resurrección. 

Agrandar la importancia de Sílvia Orriols o de Santiago Espot, sin entrar en debate con ellos, ni con los temas que tocan, forma parte de la misma operación que llevó a Quim Torra y sus famosos artículos a la presidencia de la Generalitat. Como dice Salvador Sostres, Torra puede tener cara de lechuga olvidada en el fondo de la nevera, pero no cometerá ningún error porque es indestructible y genuino como la botella de ratafia que sacas en una fiesta cuando se ha terminado el alcohol, y vuelves a guardar casi intacta, después la emergencia. 

Rufián habla del racismo que se envuelve con la estelada, pero los únicos racistas que yo he visto hasta ahora ―si se puede decir así― son los políticos que se han creído con el derecho de utilizar los sentimientos nacionales de los catalanes para sacar votos y resolver su vida. A pesar de que nunca habrían osado jugar del mismo modo con los sentimientos nacionales de los españoles, todavía se preguntan por qué los partidos de Madrid se quedan tan anchos y hasta se ríen cuando los ven en la prisión.

Antes de ponerse a jugar con el racismo y el fascismo, los partidos de la Generalitat tendrían que recordar cómo han acabado sus frivolidades con la autodeterminación y la independencia. Cuando empezaron a jugar, el 2009, el president Torra era editor y muchas de las cosas que han pasado parecían imposibles. El cinismo alimenta monstruos porque mata la capacidad de pensar a largo plazo y, por lo tanto, de distinguir entre la belleza y la oscuridad.