El impacto que ha tenido el libro de Jordi Amat me ha hecho pensar en el placer que muchos catalanes cultos y sensibles encuentran en hurgar en las injusticias y los aspectos sórdidos de la vida cuando no ven solución a sus problemas políticos. Es un fenómeno que ya viví de pequeño, en los setenta, y que he ido viendo como se reavivaba a medida que las porras del 1 de octubre imponían su ley.

El hijo del chófer es fruto de unos patrones que rebrotan de manera cíclica desde el Siglo de Oro. A mí me ha hecho pensar en aquellos cuadros del barroco, llenos de calaveras, que parecían especialmente pintados para asustar a la gente. Todo lo que no sale por arriba sale por abajo y, cuando los catalanes se sienten atrapados, dejan de buscar la luz y se ponen a chapotear en el estercolero contrarreformista español cada vez más contentos y satisfechos.

Durante el franquismo, Josep Pla y Nèstor Luján se hartaron de burlarse de la tendencia que la cultura española tiene a recrearse en la miseria —supongo que no podían decir que la miseria es la única unidad de destino entre catalanes y castellanos—. Mezclar la sordidez con el puritanismo es un patrón típico de dominación tribal y tanto sirve para explicar el libro de Amat como los cuentos de Oriol Junqueras.

En el fondo, El hijo del chófer es perfecto para que medio país se ofenda mientras los chicos del Govern subastan Catalunya a España y a China. La apuesta del libro es coherente con el idioma extranjero con el que está escrito, pero no se entiende sin los aquelarres que los partidos han montado en los últimos años para tapar sus mentiras. Quiero decir que el activismo estético del diario Ara o de la librería Ona no deja de ser la cara buenista de la misma máquina de hacer salchichas.

Las oligarquías españolas tienen un gran interés en igualar a todo el mundo por debajo para socializar su quiebra

A diferencia de la última novela de Gonzalo Torné —que también es fruto de la represión, pero que solo es sucia porque tiene una base de rabia genuina—, el libro de Amat encaja con el clima de cinismo exquisito, disfrazado de moralismo y tecnocracia, que se ha apoderado de Europa. Si le sacas el barniz de crónica negra, es una sarta de anécdotas sin ninguna visión, que solo confía en la fuerza del poder para sostener su fachada de construcción minuciosa y faraónica. 

Amat creerá que el dinero lo puede todo y seguramente tiene razón, porque es la expresión más concreta de la alquimia que todo el mundo busca entre la carne y el espíritu. El problema es que España vuelve a tener una deuda enorme y que, para variar, sus oligarquías se sirven de la cultura para intentar proseguir con el expolio. En ninguna parte se ve tan claro el papel de espantasuegras medievales que las democracias con problemas reservan a sus periodistas y académicos.

El planteamiento del libro, pues, y el idioma en el que está escrito, me recuerda que todo el mundo tiene sus contradicciones y sus asuntos oscuros, pero que no todo el mundo está roto. Las oligarquías españolas tienen un gran interés en igualar a todo el mundo por debajo para socializar su quiebra. Pero la cultura catalana tiene una oportunidad para recordar a los países europeos que el mundo avanza a través de la poca gente que es capaz de volverse a levantar tantas veces como haga falta sin ponerse excusas. 

La mezcla de rabia y de fascinación que toda la obra de Amat, y este libro en concreto, rezuma respecto a Jordi Pujol no deja de salir de aquí. Una de las cosas que duele más a los españoles, y a los catalanes que se han rendido, es la idea de que el independentismo pueda llegar a redimir su figura. Saben que la historia le acabaría perdonando todos los juegos de manos, si por un quiebro irónico del destino Catalunya consiguiera romper con España.