No osaría decir que soy experto en soportar el dolor físico, pero algo sé sobre el tema. Hasta los 25 años no tuve ni un dolor de muelas, mi cuerpo respondía a todos los golpes sin protestar. Entonces un día me di un batacazo que me luxó el coxis. Los primeros días hice como si nada, hasta que un día me quedé clavado y los médicos me empezaron a meter inyecciones para la lumbalgia, sin molestarse a saber de dónde venía el dolor de espalda.

El coxis es un hueso que no sirve para nada, excepto para doler y quizás para captar las vibraciones del mundo, como un pararrayos o la cola de un perro. El dolor no pasaba y la confianza ciega que había tenido en mi cuerpo ―metáfora del mundo― se empezó a derrumbar. No hay nada que te pueda lanzar más fríamente hacia la absurdidad que un dolor físico persistente. Cuando el cuerpo no responde, los fantasmas y los miedos salen de bajo las piedras. El cerebro, que sirve para dar sentido a nuestras decisiones, desvaría. 

Con el dolor, la memoria se intoxica y es como si una droga psicodélica te hubiera dado un mal viaje y no encontraras el camino de vuelta a tu casa. La mayoría de los médicos son tan grises como la mayoría de la gente pero aplican las fórmulas que han aprendido de los libros con el extra de seguridad y de perogrullo que les da el prestigio del oficio. Un año y medio fueron suficientes para convertirme en un sibarita de las sillas, en las cuales buscaba como un loco la postura más adecuada sin ni siguiera sospechar la existencia de mi coxis.

Aquella aventura abrió una puerta en mi cerebro que nunca se ha cerrado. Me dio una sensibilidad para detectar situaciones perversas y lógicas autodestructivas que no sabía que tenía. Tener un punto débil te hace captar más rápidamente los puntos débiles de los otros pero también te obliga a protegerte. Sin aquel batacazo no sabría escribir al margen del ruido que hace la propaganda, ni de los cantos de sirenas que lleva a tantos cerebros bien mueblados a estamparse intelectualmente contra las rocas. 

Cuando el dolor te expulsa de tu normalidad no acabas de volver nunca. Todo lo ves a través de una distancia vertiginosa y tienes que vivir muy atento, como si condujeras un coche por una carretera endemoniada, y te pudieras despeñar montaña abajo en el primer despiste. Como un exalcohólico, que mira los bares de reojo y tiene que vigilar continuamente de no volver a recaer, yo también he hecho una amistad extraña con los abismos y las obsesiones que llevan hasta el fondo de mi infierno.

Un joven me decía hace unos días que siempre me duele algo y en cierto modo tiene razón. Mi cuerpo se ha convertido en un termómetro tan fino que cuando percibe alguna señal que cree que puede perjudicarme me intenta retirar del escenario con la excusa de cualquier lacra. Durante años, he pagado a médicos y brujos para aprender a escuchar el cuerpo sin dejar que su sensibilidad selvática, que me ayuda tanto a escribir y a vivir en mis términos, se me suba a las barbas. 

Nacemos encarcelados en una máquina de vísceras y de carne y solo tenemos ocasión de aprender a dominarla y transcenderla, a través de nuestro punto más débil. Debe de ser por eso que dicen que Dios da pan a quien no tiene dientes.