Si alguien quiere comprender qué pasa en Catalunya le recomiendo que siga la séptima temporada de la serie The Walking Dead. La nueva entrega empieza con un malote nuevo que rompe la cabeza de algunos de los viejos protagonistas con un bate de béisbol, mientras obliga al resto de su grupo a ver el espectáculo de rodillas. Todo el capítulo es un ensayo sobre la capacidad subyugadora del terror cuando se ejerce de forma calculada e impactante.

Mientras miraba el primer capítulo, pensaba en la evolución que han hecho algunos de mis amigos y en el artículo que Antoni Puigverd publicó el lunes en La Vanguardia. El hecho de que Puigverd sea capaz de defender que los catalanes participaron en la Transición "libres de todo peligro", y que si no defendieron otra opción es porque no quisieron, me ha permitido comprender mejor el vuelco narrativo que The Walking Dead ha impulsado después de seis temporadas de holocausto zombie.

Hasta ahora, la serie exploraba los límites del individuo que intenta luchar por su alma en la absurda vida posmoderna. La historia venía a representar una caricatura radicalizada del mundo conquistado por la voracidad de las masas consumistas e indignadas, que tan bien encarnan los rebaños de muertos vivientes que lo arrasan todo a su paso. A partir de este año, parece que los guionistas reflexionaran sobre los límites de la libertad cuando en un entorno de caos se establece una tiranía.

El nuevo malote del bate de béisbol, que aplasta los cerebros de los enemigos como si fueran huevos fritos, promete ilustrarnos sobre un par de cosas: primero, sobre como las formas de poder emanan directamente del contexto. Y segundo sobre como la brutalidad ejercida con intención política puede esclavizar a los individuos más libres y endurecidos, y volverlos resentidos y obedientes para siempre.

Si tenemos en cuenta el alcance que tuvieron las carnicerías del siglo XX, es verdad que los catalanes estaban libres de peligro, después de la muerte de Franco. No es casualidad que las olas migratorias que cambiaron el paisaje del país aumentaran a partir de los años 60. A partir de entonces, con el pacifismo, utilizar el ejercito para reprimir a la población era cosa de países comunistas, árabes o latinoamericanos. Tiene lógica que el Estado buscara una forma alternativa de mantener el control político sobre Catalunya.

Aun así, Puigverd pasa por alto un detalle. Catalunya ya llegó al siglo XX muy domesticada y deformada por el terror. La mayoría de catalanes que vivieron la Transición a duras penas eran capaces de imaginarse cómo era vivir en democracia. ¿Como iban a pensar en nada que no fuera dejar atrás la dictadura, si después de prohibiciones de siglos ni siquiera sabían escribir en su idioma? En aquella época, el mismo Joan Reventós le dijo a un amigo mío que él también quería la independencia, pero que lo negaría si lo contaba en el partido.

Si no se comprende el papel perturbador que el miedo ha tenido en la historia del catalanismo, no se puede entender qué está pasando ahora. No se puede entender porque, mientras los españoles se dejaban matar en el País Vasco para no reconocer la necesidad de celebrar un referéndum de autodeterminación, en Cataluña ibamos diciendo que "el nostre mal no vol soroll". El hombre del bate quizás hace tiempo que se marchó, pero ha dejado una huella cultural muy viva. La misma política está llena de palabras como diálogo, seny, convivencia, concordia o "hacer país" que siguen utilizando para despertar los resortes sentimentales relacionados con la represión que les dieron el prestigio y la sustancia.

Sin el recuerdo que dejó la brutalidad, no se puede entender porque en los últimos siglos Cataluña ha sufrido la historia, más que la ha vivido, ni porque todavía hoy algunos políticos e intelectuales responden a los estímulos del poder de forma tan mecánica, exactamente como si fueran el perro de Pavlov. La misma interpretación que Puigverd hace de la Transición pone de manifiesto hasta qué punto el desarrollo del individuo, eso que dicen talento o la capacidad creativa, se estanca cuando el ser y el saber no van de la mano.

La exaltación erudita del detalle, o a veces su exaltación histriónica, permite olvidar el análisis del conjunto, que es lo que nos pone en peligro como catalanes ante la arbitrariedad del Estado español. Entonces tarde o temprano la forma ahoga la esencia y la persona se empieza a contraer y a caricaturizar. Este fenómeno, que yo mismo he observado en amigos más jóvenes e inteligentes que yo, es lo que explica que Puigverd pueda defender que los catalanes votaron en el referéndum de 1976 "libres de todo peligro".

Puigverd tiene razón cuando dice que los escarnios que sufrió la estatua de Franco son una revisitación grotesca del antifranquismo. Pero también son grotescas y falsamente épicas las excusas que se ponen para evitar que Catalunya ejerza el derecho a la autodeterminación. Lo que le pasó a la estatua de Franco es un espejo de la indigencia intelectual que se desprende de los discursos hegemónicos. Recordar que el antifranquismo fue gris debería servir también para preguntarse qué consecuencias tuvo esta mediocridad y qué habría que hacer para no perpetuarla.

Es impresionante como el hombre se pierde a menudo por allí donde creía que se salvaría. Da vértigo ver con qué facilidad los pequeños sueños personales se interponen entre nosotros y el conocimiento profundo de la realidad. El poder siempre trata de alejar al individuo realmente ambicioso de las influencias que podrían ayudarlo a desplegar su potencial. La historia es una oleada imparable y sólo la capacidad que algunas personas tienen para comprender que la oleada no se puede controlar, pero eso no significa que sea necesario hundirse o ahogarse, puede influïr en la manera como cristalizará el futuro.

No hace mucho Andrea Levy decía en privado que la solución más lógica a la situación de Catalunya era celebrar un referéndum, y ahora tiene tanto miedo de perder lo que cree que ha ganado que ya no osa ni pensar en ello. No hace mucho, Salvador Sostres era el mejor escritor de Catalunya, mientras que hoy, de aquella alegría profética que tenían sus textos, sólo sobreviven algunos relámpagos esporádicos escritos en castellano. Si el 9N no hubiera sido una comedia, seguro que el señor Nacho de Sanahuja habría tratado de desplegar un ingenio más elaborado que este humor franquista, de bravata y novatada de internado, que se supone que nos deber hacer reír.

El futuro también será como los catalanes nos lo sepamos imaginar. Nada que no sea capaz de sobrevivir en nuestra imaginación se puede llegar a hacer realidad. El mundo y las personas cristalizan siempre a partir de sus contradicciones internas. Por eso el poso cultural es relevante y me hace sufrir ver cómo los discursos se empobrecen y como la libertad interior de algunos amigos reacciona a las presiones. No es trivial que en vez de hablar de cómo sería una España unida o una Catalunya independiente se hable tanto de democracia y populismo, al mismo tiempo que se utiliza la justicia para tratar de despertar el espectro de hombre del bate.

Igual que otras veces en la historia, hay fuerzas que trabajan para que el futuro se convierta en una película de Freddy Krueger. Antes de admitir que se puede ejercer el derecho a la autodeterminación sin tocar el ordenamiento jurídico español, hay gente que querría poder apretar un botón nuclear o sacar la sierra eléctrica. La suerte que tenemos es que, a diferencia de otros tiempos, el terror que nos intenta hacer pequeños y esclavizar sólo puede sobrevivir dentro de nuestra cabeza. Y yo, como quiero ir hacia la luz, no pienso desperdiciar la ocasión de pensar sin miedo.