El resultado de las elecciones francesas ha vuelto a poner de manifiesto que, en Europa, la democracia se ha vuelto un juego de viejas extremadamente predecible. Todo el mundo sabía que Macron volvería a ganar las elecciones, lo que no sabía mucha gente es que Zemmour solo era un pretexto, un comodín para tapar el mundo radical de Mélenchon y legitimar, a la vez, la integración de Le Pen a la normalidad republicana. 

En Francia, y especialmente en París, se ve muy bien que el sistema de equilibrios europeo se apoya sobre unas ficciones cada vez más delgadas, y que los recursos del poder cada vez son más sutiles. Macron y Le Pen se asemejan cada día más. Me recuerdan que también se borraron, en su momento, las diferencias entre el PSOE y el PP, o entre la izquierda y la derecha alemana. 

Zemmour se ha quejado de que la familia de Le Pen se ha presentado ocho veces y que las ocho veces ha perdido. Cuando Le Pen padre creó el Frente Nacional quería asaltar el poder para apartar Francia de los Estados Unidos. En el debate del otro día, Macron estaba más agresivo que la líder del partido ultraderechista. La hija de Le Pen hace tiempo que ha aceptado el papel de coco inofensivo y juega, como todo el mundo, con los traumas de la población para mantener derecho el sistema. 

En buena parte de Europa, los equilibrios de poder se aguantan sobre una dialéctica cada vez más histriónica y más adaptada a las variantes locales. En Catalunya, la polarización es puramente libresca. Mientras ERC hace ver que protege a los perdedores de la historia, como hacía antes Pujol, los convergentes han adoptado la actitud cínica de los socialistas después de Tejero. A través de cuatro ricos, miran de estirar una veta culturalista, de sibaritas de andar por casa, que va desde Ferran Mascarell hasta Joan Barril, pasando por Arcadi Espada.  

Todo el mundo sabía que Macron volvería a ganar las elecciones, lo que no sabía mucha gente es que Zemmour solo era un pretexto, un comodín para tapar el mundo radical de Mélenchon y legitimar, a la vez, la integración de Le Pen a la normalidad republicana

En España la cosa no es más seria. Si en Catalunya el Sant Jordi sirve para que los convergentes de la Conselleria d'Economia acusen a Junqueras “de humanista maléfico”, en España tienes comunistas del Grupo Godó como Enric Juliana dando lecciones de democracia a escritores que hicieron el agosto en tiempo de Aznar como Pérez Reverte. El espionaje a los políticos procesistas, ventilado por el New Yorker, ha hecho un servicio. Ha servido para que los viejos actores de la Transición vuelvan a utilizar Catalunya de pretexto durante unos días.

Las simulaciones francesas tienen más profundidad. En Francia, el guerracivilismo ha servido para fortalecer el estado desde los tiempos de Richelieu. Francia intenta volver a cerrar el estado por arriba, y de momento lo ha conseguido por los pelos. El revolucionario Mélenchon ha quedado fuera de la segunda vuelta por solo 400.000 votos. Zemmour, del cual todo el mundo hablaba, ha sacado unos resultados ridículos, que hacen pensar en la operación de Manuel Valls en Barcelona.

En el fondo, Zemmour ha hecho en Francia el papel que en Catalunya tuvieron que hacer entre Valls y los lacitos amarillos, cuando Primàries intentaba abrir una rendija en la dialéctica oficial. Si Mélenchon se llega a colar en la segunda vuelta, o si Le Pen llega a ganar por accidente, París habría tenido un susto. Las cosas se mueven cuando las ficciones se acaban. Recordemos cómo creció el independentismo, cuando Aznar llegó al poder y se vio que los dóbermans de los spots electorales del PSOE solo ladraban.

Macron ha vuelto a ganar y dará un poco de margen a las regiones que generen suficientes problemas. Mientras Barcelona esté en manos del régimen de Vichy, el regionalismo francés dará poco miedo, tanto si hace ruido en Córcega, como Catalunya o en Bretaña. Por si acaso, Madrid y el puente aéreo aprovechan el ruido de Vox con la misma idea que París dio alas a Zemmour. Como ya nos enseñó CiU, la cuestión es mirar de sacar jugo a la política jugando con los dramas de la nación eterna. 

El problema es que las regiones peninsulares no están tan muertas como las francesas, y que la economía española empieza a hacer pensar en Grecia. Con Macron consolidado, y Le Pen domesticada, la burocracia que gestiona el oasis europeo se irá unificando y afrancesando. La guerra queda lejos del corazón de Europa. Todo el mundo habla de Ucrania, pero los políticos de París saben que la geografía vuelve y que, igual que en los viejos tiempos, el futuro de Francia pasa por el arco mediterráneo.

Quiero decir que, desde el punto de vista europeo, la cuestión no es tanto qué pasará con Vox, sino qué pasará con Pedro Sánchez, hasta cuándo podrá imitar el bonapartismo democrático de Macron. Hasta qué punto Catalunya se pondrá bien en la comedia antifascista europea.