Cuando veo a Pedro Sánchez repartiendo millones desde la Moncloa como si fuera el rey Midas el día del cumpleaños de Jordi Pujol, me cuesta contener la sonrisa. Quién habría dicho, hace cuatro o cinco años, que Sánchez acabaría convirtiéndose no solo en el amo de la política española, sino también en una de las figuras más representativas de la nueva hornada de dirigentes europeos.

En España, la política me hace pensar cada día más en una novela de Tom Sharpe. Me acuerdo de una que acababa con el portero de una universidad de niños mimados convertido en el decano del centro. Sánchez era el político más anodino de la generación de machos alfa y de femmes fatales que el Estado generó para combatir al procesismo y es el que ha hecho más camino.

Mientras los partidos de la Generalitat venden el mismo humo de hace cuarenta años, Sánchez se ha sabido integrar en la oleada de jóvenes líderes del continente que se declaran europeístas a la vez que traicionan los ideales de la generación de Helmut Kohl. El presidente socialista ha leído bien la oportunidad que le daba el bichito amarillo de Wuhan y el PP lo tendrá difícil para sacarlo de la Moncloa.

Sánchez es el catalanismo de las izquierdas españolas, es decir, una agonía larga pero dulce para los derrotados de la historia y, precio por precio, lo acabarán votando incluso los nostálgicos de Rajoy y los antiguos procesistas. La derecha española necesita blandir el espantajo del peligro separatista, y no creo que la política catalana haya dado una generación de títeres tan inofensiva, mediocre y genuflexa.

Sánchez está en la línea de la historia y, con la clase dirigente de hipócritas que gobierna Catalunya, tendrá margen para centralizar hasta el infinito. Ahora que el ejército americano se marcha de Alemania, además, Europa sí que será un club de Estados –un club de Estados cada vez más autoritarios y de derechas, aunque las criadas del poder demonicen a Donald Trump para disimularlo.

Los episodios más bestias de la comedia todavía tienen que llegar. Es demencial que los políticos hablen de elecciones ahora que podrían discutir sobre las medidas que hay que tomar para proteger a nuestros médicos y preparar los hospitales para un eventual rebrote de la pandemia. Madrid y Barcelona juegan a la ruleta rusa porque en el fondo ya les va bien que el bichito amarillo de Wuhan les haga el trabajo de la policía política.

Estamos en aquel punto de la historia en el cual el mundo hace limpieza y los sectores de población más dormidos o más indefensos son descabalgados del carro del progreso después de haber sido utilizados sin ningún escrúpulo. No es casualidad que La Vanguardia hable sobre el penalti de Guruceta, el encanto de las ramblas y las matanzas de la Guerra Civil como si estuviéramos a principios de los años setenta, o que Estados Unidos vuelva a la violencia racial con esta crudeza un poco vintage.

Se trata de poner los contadores a cero para corregir los malentendidos de la globalización y cada país tiene sus fantasmas y sus problemas. En Catalunya creímos que lo tendríamos todo pagado, y que todavía nos sobraría dinero y talento para pagar las farras de los otros. Ahora vendrá la factura y la penitencia y, si tenemos suerte, saldrá el catalán individualista que irá coleando por el mundo mientras su clase dirigente saquea los restos de la autonomía como una plaga de termitas.