Dice La Vanguardia que, dentro del PP, hay descontento porque el discurso de Pablo Casado suena demasiado parecido al tambor de Vox. Se ve que incluso hay dirigentes de Societat Civil Catalana que están escandalizados con las últimas actuaciones del líder popular. El PP, que hasta hace poco miraba de reojo el crecimiento de Ciudadanos, ahora se siente amenazado por un nuevo competidor. 

A diferencia de Albert Rivera, que es un conjunto vacío y que, además, ha nacido en Catalunya, Santiago Abascal tiene convicciones irreductibles y es de origen castellano ―o quizás árabe, si nos remontamos a la Reconquista―. Es fácil prever que Vox tendrá más la capacidad de influir en la derecha española que el partido de Rivera. Abascal sintoniza mejor con las profundidades del sentimiento nacionalista que llevó Aznar a la Moncloa.

Cuando el expresidente plantó la inmensa bandera española que ondea en la plaza Colón de Madrid, el nacionalismo estaba limitado por el terrorismo y por la fuerza de las izquierdas. Ciudadanos surgió de un caldo de cultivo que disfrazaba los impulsos patrióticos de neutralidad y gestoría. Sin la confusión que las izquierdas esparcieron a base de estigmatizar el nacionalismo, el partido de Albert Rivera no habría encontrado espacio para crecer. 

Si Ciudadanos es el hijo tonto del PSC y del sector negocios del PP, Vox es una reacción airada de la derecha que quiere ver cumplido el programa aznarista. El partido de Abascal se alimenta de las manifestaciones que el PP encabezó cuando perdió el poder después del 11-M. Comentando aquellos curiosos aquelarres populares, recuerdo que un abuelo me contó que, en una manifestación de 1947, había visto un cartel que decía: “Si ellos ONU, nosotros Dos”.

Más allá de la caricatura, Vox es la respuesta de una derecha que esperaba asimilar Catalunya a través de la economía y se ha encontrado que la crisis y la globalización iban dando aire al independentismo. El PP de Aznar confundió Catalunya con la imagen que las élites de Madrid se habían hecho para poder dormir tranquilas y sentirse modernas. En parte gracias a los partidos catalanes, la derecha española dio por hecho que la unidad del Estado se podría blindar repartiendo cuatro canonjías.

El colapso de la economía no solo dejó Madrid sin los recursos que necesitaba para intentar blanquear de liberalismo la política de asimilación de Catalunya. En toda Europa la crisis ha llevado el narcisismo resentido típico de la izquierda hacia el centro y hacia la derecha. En tiempos de vacas gordas, bastaba que las democracias apelaran a los valores políticamente correctos para contener la ira de los pobres. Ahora el lenguaje del poder necesita transformarse.

El pasado vuelve, y España empieza a descubrir que no es tan guay como se pensaba. Antoni Puigverd, en un artículo sobre Isaiah Berlin, preguntaba ayer a los intelectuales castellanos cómo pueden estar “tan seguros” de que no son nacionalistas. El problema, como siempre, no es el nacionalismo, es la inteligencia. Si en vez de demonizar el patriotismo y las banderas, se respetara la democracia el conflicto nacional sería fácil de resolver.

Vox y el procesismo cada vez se asemejarán más porque los dos son una reacción a las mentiras que han contado los políticos de Madrid y Barcelona sobre Catalunya y España. En una democracia, las pulsiones autoritarias no las genera el nacionalismo, sino el exceso de propaganda. Las mentiras de los políticos catalanes, que ahora intentan vender el 1 de octubre como si hubiera sido otro 9-N, también contribuirán a engordar la cultura autoritaria.

Cuando la gente se siente estafada acaba buscando la verdad ni que sea en el infierno. Igual que CiU no pudo aguantar su propia demagogia, es probable que el PP también acabe devorado por sus fantasmas. Los monstruos que están naciendo en España son hijos de las mentiras que se dijeron, desde la transición, para evitar que la democracia facilitara un referéndum de autodeterminación en Catalunya. Ya se sabe que las mentiras se tienen que tapar con mentiras cada vez más gordas.

El pasado vuelve, y lo hace en forma de Manolo del Bombo. No podía ser de otro modo porque la lectura del pasado que hasta ahora han hecho los políticos ha sido mucho más corrupta que no creativa. La idea de España que tienen en Madrid es tan folclórica y tan pequeña como la que tienen de Catalunya los partidos procesistas. Yo conocí líderes unionistas de primera linea que confundían los Habsburgo con la ciudad de Hamburgo y todavía se pensaban que podían dar lecciones de no nacionalismo.