“Mis padres se murieron con nueve meses de diferencia y siento que ya no soy el mismo”, me escribe un conocido que ha topado con alguno de los artículos que he escrito últimamente sobre mi madre. El mensaje me ha hecho pensar no solo en la función del luto sino también en el sentido que tiene la muerte de los padres.

Con la muerte de los padres se produce una pérdida irreparable, pero también una liberación de fuerzas, una elevación del espíritu que produce un cierto vértigo. Hay cosas que los hijos no pueden ser mientras los padres todavía están vivos. El futuro solo nos pertenece completamente cuando nos convertimos en la última línea de defensa de nuestros orígenes y de nuestras relaciones.

La muerte de un hijo es traumática y va contra natura porque para la historia de manera diabólica y destruye para siempre un futuro que el mundo ya lo vivía como si fuera real. La muerte de los padres también deja un vacío que no se llena nunca. Pero si no es prematura, nos libera del pasado para que podamos discernir el grano de la paja y continuar nuestra evolución.

Cuando los padres se marchan, la relación con el mundo cambia. El corazón se queda huérfano de amores incondicionales y tiene que elegir entre replegarse para proteger sus cavidades más sensibles ―con el peligro que esto comporta de resecamiento― o abrirse a mundos nuevos sin red de seguridad.

Todo esto, cada cual lo debe vivir a su manera, naturalmente. A mí la muerte de los padres me ha hecho pensar mucho en los equilibrios que he tenido que hacer para conservar la sustancia de las cosas que aprendí de ellos. Me ha hecho más consciente de los sacrificios que me ha costado dar sentido a mi libertad. 

La muerte de los padres me ha hecho temer que mi vida pudiera convertirse en una novela de James Salter, llena de objetos brillantes y de escenas efímeras que se desvanecen en la inmensidad, como la espuma de las olas o las líneas que dibujan en el cielo los reactores de los aviones. Me ha hecho pensar sobre qué quiero ser y cómo podría acabar, si no estoy atento. Ha hecho resonar mis rincones más vulnerables.

El luto a menudo despierta el dolor de los sacrificios que has hecho para intentar estar a la altura de los amores que has perdido. Un luto también es en parte una despedida de la alegría y la tranquilidad que habíamos aprendido a dar por descontadas. Es imposible sentirse el mismo de antes, después de la muerte de tus padres. 

El portero de casa mis padres ―de la casa donde crecí― sonríe cuando ve que me voy llevando las cosas de una en una. Es amable y dice que cuando quiera saca la furgoneta y me ayuda a vaciar el piso. No sabría hacerlo a su manera. Dar a cada objeto su valor es mi forma de ordenar los recuerdos y de ofrecerles una vida nueva que enriquezca y haga justicia a la anterior.