Hace unos días, de vuelta a casa por la madrugada, me encontré con un par de mosquitas muy pequeñas que daban vueltas sobre una taza de café que había dejado sin retirar en una mesa baja del comedor. Primero me hicieron gracia. Las moscas convencionales hacen ruido cuando vuelan y tienen unas piernas asquerosas y unos ojos inquietantes.

Estos bichitos no pasaban de parecer una mota de polvo con alas. Si hubieran sido pájaros me habrían despertado una cierta ternura. Tenían un cuerpecillo algodonoso y un vuelo inseguro e inestable. Como que era tarde, pensé que estarían mejor dando vueltas alrededor de la bola del mundo de mi abuelo que tengo ahí mismo. Retiré la taza de café y las dejé en paz con su vuelo de silencioso y sonámbulo.

De entrada no me alarmé cuando al día siguiente por la mañana encontré algunas mosquitas más en otros aposentos de la casa. De joven practicaba las artes marciales y me gusta mantener los reflejos afilados, rápidos y jóvenes. Cuando encontraba a una descansando en el techo o en la pared, la asustaba y, en seguida que intentaba huir de mí, la cazaba al vuelo sin problemas. La cacería me sacaba tiempo, pero también me ayudaba a pensar mejor los artículos.

Poco a poco, las mosquitas proliferaron y perdí la paciencia. Para intentar extinguir la plaga me paseaba con un algodón mojado y una almohada vieja por el piso. Enseguida que veía una mosquita la chafaba en la pared sin contemplaciones y limpiaba a continuación el rastro de sangre que dejaba. Lunes encontré una de ellas en el dormitorio y le tiré encima el libro que leía. Ahora tengo mi habitación marcada con el azul de la tapa de unos cuentos de Pere Calders.

Como que el número de mosquitas seguía creciendo, empecé a sospechar que algo se podría en mi Dinamarca. Ocupado como estoy todo el día, no se me ocurría pensar en nada que no fueran gatos o perros muertos. Comprobé que no tuviera un palomo descomponiéndose en la terraza. Incluso me pasó por la cabeza la idea de que algún político procesista ―quizás mencionado en algún tuit― estuviera pudriéndose en algún rincón de casa, ni que fuera en espíritu. 

El universo conspira y me gusta buscar el simbolismo de los problemas y las soluciones que, a veces, me saco del sombrero. Así fue que ayer estaba en el gimnasio y de repente pensé en un culo de suegra, gordo como una calabaza, que me compré ahora hace un año, en un momento que veía el futuro negro. Lo tenía colocado en un rincón espaciado del comedor y cuando tenía un mal día me lo miraba tirado desde el sofá y me daba ánimos. 

Los cactus me caen bien porque piden pocas atenciones y son muy resistentes. Mi culo de suegra tenía la piel carnosa de la buena lechuga y estaba recubierto con unas púas de color marfil que parecían colmillos de elefante en miniatura. Cuando fui a ver cómo estaba, me di cuenta que hacía tiempo que no lo miraba. Las púas parecían dientes de fumador. El cuerpo había perdido la tirantez de culo de jovencita y era un esqueleto oscuro y contrahecho, lleno de agujeros.  

Intentando no pincharme saqué el cactus muerto de casa y lo tiré en el primer contenedor que encontré en la calle, sin demasiado ritual ni sentimentalismo. Ahora que las últimas mosquitas abandonan mi piso o caen bajo mi mano implacable me siento como si mi piel fuera cambiando. Me doy cuenta de que cuando labras tu independencia todo se transforma y que los fantasmas del pasado se convierten en el abono de la imaginación y del coraje que necesitas para crear el orden vital que tu genio te reclama y se merece.