No descarto que la muerte de mis padres tienda a cubrir el futuro de niebla o que a medida que te adentras en la cuarentena la vida vaya llenándose de misterio. Pero, más allá de estos fenómenos digamos naturales, hace meses que vivo con inquietud la sensación de que la belleza de nuestro mundo ―del mundo que nos ha educado y conocemos― se tambalea, estos días.

No es la primera vez que me paseo entre los escombros del país. Me he hecho un hartón de atravesar avenidas llenas de megáfonos y pancartas, y de ver como el Estado plantaba estatuas de tiza en mis calles. Otras veces ya me había quedado solo defendiendo un sentimiento o una idea, pero nunca me había parecido tan urgente proteger mi jardín, ni tan difícil luchar para mejorar las cosas.

Es como si el coronavirus fuera una metáfora cinematográfica de la fragilidad que veo a mi alrededor, el típico aviso antes de que la historia se tuerza. No me había planteado nunca marchar a vivir al extranjero, ni había creído que la decadencia de Occidente fuera más que una figura retórica para despertar las conciencias. Poco a poco acepto que la segunda parte de mi vida va a ser más dura que la primera, aunque sea larga y llena. 

Supongo que tarde o temprano todas las generaciones afrontan grandes cambios con herramientas caducas. Pero no todas las épocas son igual de luminosas, aunque las más oscuras también sean dignas de ser vividas. Estamos acabando tan rápidamente con tantas cosas que solo se oyen los gritos de los demagogos y las risas de conejo de los renacuajos que viven en la superficie del estercolero.

Me sabe mal por mis amigos más jóvenes, porque no podrán decir que han conocido la dulzura de vivir. No podrán recordar el esplendor de las tardes de verano en una civilización estable, ni la magia que toma el paso de los días cuando puedes ver pasar el tiempo desde el centro del mundo. No sé si podrán soñar en un futuro mejor, porque por más abajo que vayamos, China y Francia siempre serán alternativas monstruosas.

Ya es mala suerte que ahora que lo tengo todo para que la vida me vaya bien, el mundo vaya tan mal. Corro frágil hacia la cumbre, mientras añoro una normalidad que era inseparable de una vida inteligente y confortable. Se acaba una época poética, una época en la cual ―yo lo vi― jugar con fuego no era un capricho y casi todo era posible.