El aguacero de declaraciones indignadas que han generado los muertos de la valla melillense ha vuelto a poner de manifiesto hasta qué punto la política catalana ha perdido el norte y la ambición. Los españoles saben perfectamente dónde van y qué papel quieren jugar en la Europa de los próximos 30 años. Catalunya es una barca de náufragos envilecidos por la miseria, que ha perdido el rumbo y va peligrosamente a la deriva.

En Melilla se ha vuelto a ver que los políticos y los periodistas del país no están dispuestos a perder el sueño por nada, ni por los problemas de seguridad ni por los fallos de la democracia. La superioridad moral de Gabriel Rufián, irrelevante y muy remunerada, ya hace tiempo que es la excusa de todo el mundo que sale en TV3 hablando catalán. El país empieza a entrar en un hedonismo oscuro que recuerda a los desastres de hace un siglo.

La única suerte que tenemos es que esta vez los españoles quizás se podrán ahorrar un golpe de estado y una guerra civil desesperada. A pesar de que el autoritarismo blanco de Pedro Sánchez recuerda a Primo de Rivera en algunas cosas, no se puede decir que haga mal su trabajo de español. Catalunya no tiene el peso específico de hace 100 años y cada vez que los partidos de Vichy lo atacan como si fueran un eco del primer Podemos, dan estabilidad a España y normalizan su cultura represiva.

Si Puigdemont no hubiera huido después de mentir a su país, si la CUP no se hubiera vendido después de hacer tantos discursos moralistas, si Junqueras hubiera declarado en catalán, matar africanos en la frontera saldría mucho más caro

No es casualidad que la sensibilidad fascista gane terreno a medida que la vida política de Catalunya se desnacionaliza y pierde prestigio. Tampoco es casualidad que Sánchez se pueda permitir una dureza policial que Rajoy no se habría podido permitir ni en sueños. Si Puigdemont no hubiera huido después de mentir a su país, si la CUP no se hubiera vendido después de hacer tantos discursos moralistas, si Junqueras hubiera declarado en catalán, matar africanos en la frontera saldría mucho más caro.

El equilibrio interno de España ha cambiado por culpa de nuestra dejadez. Lo saben en América y en toda Europa, y en el fondo también lo sabemos aquí. Si los articulistas del 1 de octubre no tuvieran suficiente con escribir en el suplemento étnico de El País para superar sus frustraciones, Sánchez no lo tendría tan fácil para vender seguridad a cambio de unidad española. No queremos pagar ningún precio por la libertad que hemos heredado y la iremos perdiendo de formas miserables.

En Madrid saben que les basta defender las fronteras de Europa con contundencia para legitimar la alianza de los Estados Unidos con Marruecos y para ganarse el apoyo de Francia y de Alemania. El europeo mediano quiere comer tranquilo y digerir bien, y los castellanos son expertos en sacar partido de las necesidades de los imperios decadentes. A mí, puestos a hacer, me sabe mal que no haya policías catalanes defendiendo la frontera africana. Como mínimo demostraríamos que somos capaces de ensuciarnos protegiendo algo.

Los catalanes tenemos los mismos defectos que la mayoría de ciudadanos occidentales, pero no tenemos ningún estado que nos proteja de nuestra hipocresía. En Melilla se ha vuelto a ver que Barcelona no tiene agenda propia. Los discursos de nuestros dirigentes son como los sonajeros que se usan para distraer la atención de las criaturas asustadas cuando todavía tienen aquella edad tan inocente y enternecedora que no puedes decir del todo qué diferencia hay entre el hombre y el mono.

Estoy seguro de que si Melilla fuera Tortosa, los partidos que ahora se indignan se desharían en elogios a la policía. Es un poco lo que hicimos todos cuando los Mossos liquidaron sin contemplaciones a esos terroristas de la Rambla.