I

Jordi Graupera me pide si el último párrafo del artículo que Francesc-Marc Álavaro ha publicado hoy está dedicado a mi libro El nostre heroi, Josep Pla. Sonrío. Hace tiempo habría tenido interés en saberlo. Y hace unos años habría corrido a leer el artículo. Habría dejado cualquier cosa que estuviera haciendo y habría hecho una lectura nerviosa de novel necesitado de aprobación.

Marc Álvaro era de los pocos columnistas que se podían leer en catalán cuando empecé a escribir. Hablo de antes de que La Vanguardia lo hiciera el opinador más joven del diario. Y también de antes de que el Salvador Sostres animara la prensa de Barcelona con su "Llir entre Cards". Me parece que Josep Maria Espinàs no se había pasado a El Periódico, todavía. Al final se hartó del Avui, impaciente por cobrar como un escritor de país normal antes de jubilarse o de morirse.

En aquella época, los redactores de El Periódico salían a la calle cada día hacia las siete de la tarde con la satisfacción que da haber acabado de trabajar. Como que las dos cabeceras estaban ubicadas cerca del cruce entre Consell de Cent y passeig de Sant Joan, a menudo se saludaban con los redactores del Avui, que volvían al diario después de un breve descanso con aquella cara de agobio que acostumbra a provocar el exceso de trabajo. 

El contraste entre las expresiones de crispación y de bienestar que veía en la calle me recordaba las resistencias que la recuperación del catalán encontraba en plena democracia, cuando el franquismo ya parecía un monstruo grotesco, remoto y enterrado. Normalmente las dificultades del catalán se disfrazaban de una supuesta libertad de mercado que ya se veía que era falsa, o tan arbitraria y enfocada a los intereses de Madrid como ha resultado ser la justicia española cuando los políticos han planteado la independencia. 

Cuando entré a la facultad de periodismo, Marc Álvaro escribía en el Avui y era un profesor exigente que vestia con jerseys de lana anchos y deshilachados y guardaba una distancia sarcástica con los alumnos. No llevaba el pelo tan arreglado, ni la barba tan cuidada. Destilaba una mezcla de timidez y mala leche reconcentrada, típica de los hombres que se piensan que si fueran atractivos físicamente gustarían más a las mujeres.

Un día entré a su despacho y le pregunté, para provocarlo: "Siempre pones estas notas tan altas?" Estaba contentísimo porque me había puntuado con un nueve mi primer artículo de opinión —se titulaba Dinámico, se reía un poco de la gente que se deja atrapar por las modas, todavía me acuerdo. 

—Pregúntaselo a tus compañeros —me dijo un poco ofendido, con un timbre muy nasal, característico suyo.

Ver que se tomaba la provocación como una cosa personal me gustó. Lo interpreté como una expresión de amor perfeccionista al oficio de maestro, no como un síntoma de inseguridad. Ahora, viendo como su articulismo se ha decolorado a copia de bregar para adaptarse a los estados de ánimos hegemónicos, ya no estoy seguro que ser exigente con los alumnos no fuera una manera apresurada de darse importancia a si mismo. 

Cuando entró en La Vanguardia, Marc Álvaro abandonó el vestuario informal de coral catalanista y empezó a vestirse con ropa cara. Este detalle me enterneció, la debilidad de la carne humaniza a las personas. En cambio me jorobó el primer artículo que publicó. Quizás para justificarse, o para arrastrar a los lectores que tenía en el Avui, lo dedicó a Gaziel. Defendía las teorías de Gaziel sobre el catalanismo en castellano como si, entremedias, no hubieran pasado más de 70 años, una guerra civil y una dictadura. 

Internet no desnudaba el periodismo como hace ahora, ni yo tenía ninguna idea tomada contra el hecho de escribir en castellano. Apenas empezaba a ser consciente de la impunidad que el mito de la libertad de prensa ha dado en los gobiernos a la hora de legitimar o de reprimir las opiniones. Me supo mal sentirme abandonado por uno de los pocos columnistas que me podía servir de referencia. Los compañeros de universidad idolatraban a Maruja Torres. Para huir de aquel desierto, fui a buscar orientación en la hemeroteca y los periodistas de los años 30 me dieron un barniz aparentemente exótico, quizás original y fresco, que me ayudó lo suyo

Aquel artículo sobre Gaziel me hizo pensar por primera vez en la capacidad que las corrientes subterráneas de intereses personales tienen a la hora de destruir la inteligencia y de sostener el prestigio postizo de los discursos españoles. Por primera vez pensé en las dificultades que me encontraría para escribir, a no ser que no me dejara arrastrar por el facilismo. Marc Álvaro nos había hablado en clase de los equilibrios que el columnista tiene que hacer entre su visión del mundo y el ideal de ciudadano que defiende el diario que le paga. 

Mientras el diario no vaya contra la libertad de tu país el pacto es aceptable. Si el diario va abiertamente contra la libertad de tu país también es posible escribir, a pesar de que entonces tienes que tener un sentido del humor afinadísimo y suficiente humildad para saber que nada o casi nada de lo que escribirás sobre el país se podrá guardar, como hace el Salvador Sostres. 

El problema que no te explicaban en la facultad es como se puede escribir en un diario sin patria, que vive de bascular entre dos centros de poder. Cómo demonios se hace para sobrevivir a la impostura permanente?

El artículo de Marc Álvaro no da muchas esperanzas. Después de releerlo no sé todavía si el último párrafo va para mí o no. El amigo de Campuzano se ha acostumbrado a navegar y el artículo se entiende poco, comenta el libro de Josep Pla que acaba de salir con la excusa de unos alumnos que no lo han leído nunca. Parece que a Marc Álvaro le moleste que Josep Pla expresara de manera tan clara la tesis que yo defendía en El nostre heroi, esto es, que no perdió nunca de vista que Cataluña es una nación ocupada, pero vete a saber.

La oscuridad es un recurso para hacerse el misterioso cuando faltan argumentos o cuando no hay la energía necesaria para escribir de una forma entendedora. Si quería darme una lección, o si quería responder a los articulistas que han relacionado El nostre heroi con la última novedad de la industria planiana, habría sido mejor escribir: “Enric Vila me criticó en un ensayo que, por el resto, lo acertaba, como demuestra este volumen póstumo de Pla, que se ha pasado años en el fondo de un cajón para no estropear la imagen que los españoles se habían hecho del escritor ampurdanés durante el franquismo”.

Más allá de las relaciones que Pla establece entre la psicología atormentada del país y la ocupación española, el nuevo volumen no presenta novedades. Es una obra desigual. Hace gracia de leer por el mismo motivo que, en un momento dado, puede hacer gracia visitar al tío bohemio que cada año te hace las mismas bromas. Es un tipo de Notes disperses degradado más abiertamente nacionalista. Aún así, es como si Marc Álvaro quisiera matizar el entusiasmo de los lectores que han comentado la obra en Twitter. Al final del artículo dice que los grandes autores como Pla tienden a ser interpretados según el clima de cada momento. 

Esta idea me ha llamado la atención. No sólo porque es la idea que se entiende mejor del texto. La idea que un autor como Pla es interpretable incluso en los temas de base define perfectamente la manera de estar en el mundo de La Vanguardia y del periodismo barcelonés en general. La influencia que el diario tuvo hasta hace unos años, no se puede entender sin las generaciones de catalanes que han sido educados para coger el rábano por las hojas como si comieran caviar. La costumbre de vivir en el sobreentendido ha perjudicado mucho a la cultura catalana.

Teniendo en cuenta que Pla escribió bajo censura, el artículo de Marc Álvaro sigue la misma estrategia argumentativa del alumno que le dice al maestro: “Lo siento, pero el perro se me ha comido los deberes”. A menudo, cuando leo un artículo suyo recuerdo que nació a finales de los años 60, que pertenece a la última generación educada por el franquismo. A pesar de que no nos llevamos demasiados años, se nota que fue educado en una Europa marcada por la violencia y por los traumas de las dos guerras mundiales.

Si no recuerdo mal, Marc Álvaro todavía llegó a tiempo de publicar algun artículo sobre la guerra de Yugoslavia. Forma parte de un mundo que conectó con el sueño neohumanista de la Europa de posguerra, cuando ya solo quedaban las escurriduras. No es casualidad que comparta el honor de haber sido premiado por la Fundació Catalunya Oberta con André Glucksmann, que nació antes de la Segunda Guerra Mundial, igual que Jordi Pujol

(Continúa el jueves)