Cuando el Ramon Llull zarpa finalmente del puerto, un movimiento de euforia convierte el departamento de primera clase en un gallinero. Hace un día espléndido y todo hace suponer una travesía plácida. Los niños corren para arriba y para abajo, los grupos se ríen y hacen planes, las parejas dicen adiós a Barcelona entre caricias, besos y comentarios azucarados. 

A pesar de que sale con retraso, el barco llega alegre a mar abierto. Enseguida aparece un imprevisto que no estaba descontado en el precio del pasaje. El barco sube y baja y va de izquierda a derecha como una peonza. La primera reacción es mirar hacia el mar pero en el mar no se ve nada: las olas son rizos de espuma blanca sobre un azul marino profundo, que brilla con el sol. A pesar de que fuera hace un tiempo espléndido, adentro parece que haga tormenta.

Ante la persistencia del balanceo, y la constatación de que no hay escapatoria, los niños son los primeros en perder los nervios. Los adultos callan con cara de estupor e intentan mantener la calma: los hay que se abanican con revistas mientras sudan como lechones, los hay que respiran hondo y intentan concentrarse en un punto; también los hay que intentan dormir o que atienden los primeros desfallecimientos de la pareja o la histeria de algún hijo.

La mayoría tienen la bolsa preparada. Con el primer almuerzo que hace el camino inverso, el espíritu de resistencia se rompe y los desalojos se suceden. La sala entra en una locura de azafatas que corren para sustituir bolsas o fregar el suelo cuando llegan tarde. Con tantas carrerillas, lloriqueos y gente que circula con dos o tres bolsas de vómito para tirar, la sala coge un frenesí estresante, de aeropuerto en día de cancelaciones. Pasada una hora y media, el panorama no mejora. En un espiral de arcadas y de llantos, una niña reúne primero una azafata, después dos, a continuación tres y finalmente cuatro, que se dispersan de nuevo desbordadas.

Las crisis van igual que las olas del mar, seguidas de intervalos tranquilos que permiten coger aire. En la televisión, papá Simpson hace una cosa graciosa y un niño ríe, llora y vomita a la vez. En el piso de abajo, los movimientos ondulantes del barco se notan todavía más y la concentración de personas es mayor. Cuando bajo, parece Waterloo después de la batalla. El suelo está lleno de gente tumbada boca arriba, con la cabeza ligeramente levantada. Los rostros tienen el color amarillo-verde de los cadáveres; gemidos solitarios y peste agria, mezclada con perfumes diversos. Solo faltan los cuervos comiéndose los ojos de las caras desmayadas.

Le pregunto a una azafata:

―¿Y esto no debe de ser nada, verdad?

―¿El qué?

―El mar

―¡Ah! Poquita cosa: las olas son bajas, no hay temporal.

―Y cuando los olas son altas y hay temporal, ¿qué pasa?

―El barco se mueve mucho más.

―Pero, ¿y la gente? Más mal ya no se puede encontrar.

―Bueeeno: no es el peor viaje que he hecho. A veces incluso me mareo yo... Perdona, que me necesitan.

El ritmo de vómitos disminuye en la última media hora. La mayoría de pasajeros continúan mareados como una sopa pero tienen el estómago vacío y exhausto. A pesar de que el barco no deja de moverse como si bailara el hula-hoop, hay una ligera remontada en el ambiente. Busco una menorquina que viaja con una amiga de Barcelona. Cuando ha empezado el pánico, le ha preguntado con un orgullo localista, pedante y pintoresco: “¿Te mareas? ¿Yo no me mareo nunca?". Al cabo de un rato ha sacado la sobrasada de los últimos tres días, mientras su compañera dormía como un tronco.

Cuando Ciutadella aparece en el horizonte, encima de su magnífica tarima de rocas, la gente suspira aliviada y se anima definitivamente. El barco entra en el puerto mientras el pasaje rememora los momentos críticos con un gran sentido del humor. Las casitas con piscina de primera línea de mar despiertan admiración. La gente sale del barco desencajada pero triunfante. A la hora de comer coincido con un grupo de pasajeros en un restaurante del puerto. Veo a un hombre que se levanta y lo sigo discretamente hacia el lavabo: pobre, a pesar de las ganas de olvidar y pasarlo bien, no ha resistido la visión de la comida.

Deberá esperar hasta mañana para empezar las vacaciones. El cuerpo no siempre está a la altura de las ganas que el cerebro tiene de desconectar.