“¿Quieres ir a Port de la Selva?”, oigo que me pregunta Diana desde el comedor, mientras me pongo una camiseta del Barça que reservo para los días de playa. Su hermano tiene que ir a comer con un amigo y, total, desde Llançà son cinco minutos. Miro la camisa de lino que cuelga dentro del armario y pienso, por un instante: “Va, que harás un poco de Jordi Cabré”. 

Me he fijado que, a medida que el mundo del independentismo se ha ido haciendo pequeño, las fotografías de Instagram de Jordi Cabré se han ido volviendo cada vez más glamurosas. En Catalunya, todo el mundo tratará de demostrar que la vida continúa, los próximos años. La gente tratará de tener hijos, de encontrar aficiones, de enamorarse, hará lo que sea para renovar los temas de conversación y fingir que se lo pasa bien.

Port de la Selva es más bonito que Llançà, pero también pide una comedia más intensa. En Llançà todo parece que esté pensado para disfrutar de la belleza del paisaje con la mínima inversión de fuerza y de dinero. La arquitectura podría ser más bonita, la gente podría ir más bien vestida, pero las vistas y las playas difícilmente podrían ser mejores. 

Llançà me recuerda a un jefe de estación de la Renfe de Caldetes que cada verano insistía en regalarme su silbato. Reina una sencillez tan radical que incluso las expansiones más toscas de entusiasmo resultan entrañables. No sé si es la influencia del tren o la fuerza telúrica de algún poso anarquista que quedó impregnado en las paredes de un ateneo de pescadores, pero las pretensiones quedan tan fuera de contexto que más que irritarme me hacen sonreír. 

En Llançà todo parece que esté pensado para disfrutar de la belleza del paisaje con la mínima inversión de fuerza y de dinero

En Llançà, lo que cuenta es que el agua esté limpia y que esté fría. Si algún gilipollas habla alto en una mesa de Can Narra, o alguna francesa bebe sangría como si fuera champán en una terraza del puerto deportivo, o si resulta que un mafioso ha destruido un pinar para hacer una chapuza, se hace la vista gorda y sigue adelante. Igual que sucede en los campings, en este pueblo casi todo pasa a la vista y casi todo se confía a la cordura de los espectadores.

La gente vive y deja vivir y yo ya tengo el cupo de emociones cubiertas con el peligro de clavarme algún coral en el pie cada vez que me meto en el agua. Diana hace submarinismo y después me explica la diversidad de animalitos que ha visto a dos metros de profundidad como si fuera una pelicula de Pixar. Estamos a una sola mañana de que los peces se pongan a cantar y las algas tengan el primer diálogo filosófico.

¿Quiero ir a Port de la Selva? La gente que tiene días de vacaciones organiza expediciones para no aburrirse, pero yo necesito descansar. Hace tres años que Catalunya es un incendio y que yo cuento cómo se queman las banderas, los prestigios y los recuerdos. El país ha perdido las referencias y pronto entraremos en una noche de los muertos vivientes en la cual los niños despreciarán a sus padres y los padres lo justificarán todo en nombre de los cuartos para no caer en la melancolía y la depresión.

―Yo me quedaría en Llançà ―he respondido mientras salía de la habitación con un sombrero magnífico de paja mexicana en la cabeza―. Vete a saber tú qué encontraremos en Port de la Selva este verano. 

―¡Perfecto! ―ha dicho Diana―. Si quieres, podemos comprar unos escarpines para que no tengas que entrar en el agua como si pisaras cristales.

Es verdad que cada vez que me meto en el agua más que un bañista parezco un faquir. Pero me sentiría más faquir si ahora me tocara escribir un artículo de política, o si tuviéramos que marcharnos de este islote de democracia para ir a Cadaqués a tomar Vichy.