Los profesionales de la risita que filosofan sobre el futuro del catalán en las redes se tendrían que hacer algunas preguntas antes de ofenderse, cuando se los incluye en la comedia de Vichy. Para empezar se podrían preguntar por qué, mientras ríen, se vuelven a crear las mismas bolas de olvidos y malentendidos que el procés había deshecho en los últimos años. Podrían mirar atrás y preguntarse, por ejemplo, dónde quedaron las convicciones independentistas de los votantes que, en 1980, pusieron a un president como Jordi Pujol, formado por veteranos de Estat Català. O a un president del Parlament como Heribert Barrera, que había luchado en la Guerra Civil pensando en el derecho a la autodeterminación de Catalunya.

Se podrían preguntar qué se hizo de la influencia de Pere Calders, Mercè Rodoreda o Joan Sales, que no escondieron nunca sus convicciones independentistas. O cómo es posible que los sicarios de Felipe González se hicieran suyos los mitos de Josep Pla y de Gabriel Ferrater mientras dejaban que el blaverismo liquidara a Joan Fuster. Poco antes del 1 de octubre, Joan B. Culla todavía decía que, en los años 30, el independentismo era minoritario. Entonces un día me reconoció una cosa que no tiene escrita en ningún libro: que el rey Alfonso XIII marchó al exilio para evitar que Catalunya se separara de España.

Ahora nadie recuerda que, siendo ya president, Jordi Pujol fue al hospital a despedir a uno de los dirigentes del grupo terrorista EPOCA, creado por el fundador de Palestra Batista y Roca. Tampoco nadie parece recordar que la cultura catalana llegó a la Transición con una salud magnífica, llena de cantantes y de escritores que veían el castellano como una lengua colonial, como dice Carlos Barral en sus memorias. Incluso Arcadi Espada llegó a creer que el castellano de Catalunya es como el tambor de Manolo del bombo. Cuando salía la tele, la madre me decía con pena: “No sé qué le pasó a este señor”.

En aquella época estaba de moda decir que la política cultural de Jordi Pujol había generado anticuerpos. Se hablaba de ella como de un error que los hombres del PSC, más cosmopolitas y acostumbrados al mundo moderno, habrían podido arreglar fácilmente. Visto desde ahora, me parece que si CiU y el PSC estuvieron de acuerdo en algo fue en trabajar para meter la cultura catalana dentro de los límites mentales de la España autonómica. El país de los años 60 y 70 tenía un potencial creativo insostenible para la unidad de España y la cultura fue la gran víctima de Tejero y de los negocios del puente aéreo.

En Catalunya la cultura es utilizada como una herramienta de los políticos para pacificar el país y poner los problemas en el baño maría. El procés desbordó el régimen del 78 porque los partidos no previeron la fuerza que la escolarización en catalán daría al país. Ahora el régimen de Vichy intenta enmendarlo fomentando una culturilla que deshaga el camino recorrido.

En los países libres la política es una destilación pragmática de la cultura. En Catalunya la cultura es utilizada como una herramienta de los políticos para pacificar el país y poner los problemas al baño maría. El procés desbordó el régimen del 78 porque los partidos no previeron la fuerza que la escolarización en catalán daría al país. El éxito de las consultas provocó la misma sorpresa que unos años antes había producido el éxito de El Periódico en catalán. Ahora el régimen de Vichy intenta enmendarlo fomentando una culturilla que deshaga el camino recorrido. Abel Cutillas lo ha explicado en un artículo en Casablanca a propósito de la compra de la editorial Arcadia por Navona.

La fuerza de una cultura viene de la fuerza de su diversidad, de la riqueza de su conversación y sus puntos de vista. El valor de una lengua se mide por el valor de las cosas que se pueden decir y sobre todo dar por entendidas, es decir, que se pueden recordar. Son el público y la tradición los que, a la larga, generan el dinero, y no a la inversa, como pretenden los pequeños magnates del proceso reconvertidos en empresarios de la cultura. Una vez destruido el puente aéreo, los políticos tienen más urgencia que hace 40 años a atar corto el catalán y los creadores que lo utilizan.

Las subvenciones a la cultura digital son una excusa fabulosa para barnizar de modernez el vacío que ha dejado la destrucción de las redes clientelistas que ligaban Madrid y Barcelona. Ahora que la democracia está en entredicho, convertir la supervivencia del catalán en un negocio puede llegar a ser más eficaz y todo, para los españoles, que convertir su supervivencia en un problema. Mediapro, con una pata en el Madrid progresista y la otra en la Barcelona convergente, es la piedra de toque de esta política exterminadora tan pacífica que se disfraza de entretenimiento y buen humor.

Seguro que los chicos de la risita y del discurso alternativo que trabajan para las estrategias publicoprivadas de Jaume Roures i Carles A. Foguet están cargados de buenas intenciones. Pero yo les diría que no son para nada la Trinca, ni que sea porque no tendrán la posibilidad de irse a trabajar a Madrid —el último fruto de este mundo fue Salvador Sostres. La cultura catalana se atará a los intereses económicos europeos o solo le van a quedar las plumas. Y esto no se hace con empresarios culturales deficitarios que dependen de las subvenciones de la Generalitat y del capitalismo chino de Madrid