No sé si hay demasiados europeos blancos, heterosexuales y bautizados que encuentren tan gracioso como yo que la catedral de Notre-Dame haya quemado como una antorcha en plena legislatura de Macron. Si fuera mal pensado, sospecharía que se trata de una acción de propaganda del mismo gobierno francés, como si el humo de la catedral pudiera tapar el crecimiento de la ultraderecha y las protestas cabreadas de los chalecos amarillos. 

Los nazis prendieron fuego al Reichtag y después declararon culpable a un judío comunista que tenía problemas mentales para poder prohibir algunos partidos y ganar las elecciones. El Liceu de Barcelona también quedó reducido a cenizas en el momento más oportuno, justo cuando el edificio necesitaba una ampliación urgente y la resaca de las olimpiadas empezaba a pasar factura a la clase política.  

Las llamas de Notre Dame no han destruido nada importante, ni el órgano, ni los rosetones del siglo XIII, ni las estatuas de los apóstoles, que fueron retiradas apenas hace unas semanas. No sé si ha sido cosa de la suerte o bien un milagro, pero me han contado que las mafias de Nápoles y Sicilia son expertas en incendiar monumentos históricos de forma quirúrgica, para poder cobrar las indemnizaciones sin provocar males irreparables.

Un amigo que vive en el campo me dice que los parisienses no han pasado de hacer una rastrojera porque, total, tan solo han quemado los techos de madera de la iglesia y aquella aguja tan hortera del París imperial de Napoleón III ―incluso el gallo que coronaba el templo ha sido recuperado de entre los escombros―. Macron podría dimitir para dar ejemplo, pero dirá que los ricos son generosos, que el dinero no es tan importante y que Francia tiene que estar unida.

Me hace gracia lo que ha pasado en Notre-Dame porque siempre que las élites de París pierden el control de su país, remueven el sarcófago de Juana de Arco y aparece el mito de la Francia eterna. Me costaría de encontrar un símbolo más perfecto que Notre-Dame para representar la Francia mítica de las iglesias góticas, los cementerios llenos de héroes y de los productos culinarios de la tierra que han defendido tantos escritores geniales.

Un accidente en la Torre Eiffel tendría sentido al final de una época optimista y expansiva como la que derrumbó las torres gemelas de Nueva York. En un momento de desorientación, cuando ya no se puede negar que Francia se pierde por no haber querido hacerse responsable de su pasado, es normal que queme Notre-Dame. Los símbolos tienden a buscar su destrucción ―y su resurrección― cuando pierden el significado profundo. 

El fuego purifica las comedias que no se pueden sostener y, hasta la caída del Muro de Berlin, Francia había superado todas las crisis a base de guerras y revoluciones. El incendio de Notre-Dame recuerda que París ha empobrecido tanto la vida regional que ni siquiera su máximo referente está fuera peligro. No sé qué deben de pensar Michel Houellebecq o Christophe Guilluy o Nicolas Mathieu, que ganó el Goncourt del año pasado con una novela que describe la agonía de la Francia periférica.

Los tres han explicado como los abusos de París han atizado el crecimiento de la ultraderecha y las protestas de los chalecos amarillos. Los tres han sabido ver en los vicios de la capital de su país los motivos de fondo de la decadencia de Occidente y el crepúsculo de las élites europeas. Estoy seguro que los tres ven a Macron como el típico liberal con humos de hombre moderno que se piensa que el mundo avanza de forma lineal y vive estancado 30 años atrás.

Con su solemnidad de futbolista, Macron ha prometido que volverá a reconstruir la catedral y parece que de todas partes llueven donaciones generosas y sentidas. Pero los símbolos de una civilización necesitan algo más que turistas y dinero para mantenerse de pie. El fuego de Notre-Dame representa el colapso de una Europa que a base de confundir el progreso con la avaricia frívola de sus élites ha perdido el contacto con las raíces históricas que la hicieron grande. 

Sonrío porque no creo que con este incendio tan modesto haya suficiente para mejorar absolutamente nada.