La victoria del PP andaluz es otro paso de rosca hacia el conflicto que tarde o temprano va estallar entre el imperialismo castellano y los restos de la democracia española, representada en gran parte por los votantes del 1 de octubre. Basta con ver los seriales sobre la historia de España que Netflix y Amazon Prime programan últimamente. Desde los tiempos de Eisenhower que los americanos no pagaban una propaganda tan barata.

Andalucía tiene tendencia a marcar el tono de la política española, quizás porque es el lugar donde Catalunya y Castilla se encontraron durante la reconquista. El PP andaluz iniciará probablemente otro cambio histórico en el sistema de relaciones peninsulares. Estamos en un momento de cambio tan importante como el que marcó el PSOE de Felipe González, las oleadas de inmigrantes andaluces promovidas por Franco, las matanzas de Casas Viejas o el asesinato del general Prim urdido por el duque de Montpensier y el general Serrano.

España siempre se intenta unificar a través de Andalucía y siempre se acaba fracturando a través de Catalunya. Quien dude, puede retroceder hasta la toma catalana de Gibraltar o incluso hasta la conquista de Granada. Las elecciones andaluzas han dejado claras dos cosas que en el fondo todo el mundo sabía. Primero, que Vox es la enésima versión del coco anticatalán. Y segundo, que el PP se había retirado para suavizar la imagen internacional de España —y de Europa— después del 1 de octubre. La rendición de los partidos de Barcelona ha sido tan sórdida que el PSOE lo ha tenido fácil para normalizar la represión.

Ahora la monarquía procurará aprovechar el clima internacional para intentar resolver la carpeta catalana con una lectura imperialista de la constitución que satisfaga a los chicos de Aznar. En los años cuarenta, Ridruejo ya ofreció a los intelectuales catalanes la posibilidad de proteger la lengua de la extinción a cambio de que reconocieran abiertamente el bilingüismo. Ahora Vichy prepara el terreno para que los catalanes se reivindiquen como minoría nacional. La idea que han tenido los fascistas de turno es que Catalunya quede reducida a una tribu antropológica más o menos reconocida en la Constitución.

España siempre se intenta unificar a través de Andalucía y siempre se acaba fracturando a través de Catalunya

Teniendo en cuenta las oleadas de inmigrantes que el Estado movió para hacer realidad los deseos de Ridruejo, los planes de convertir a los catalanes en una minoría nacional pueden caer hacia cualquier lado. De momento, el Estado ya se ha cargado la primera generación de políticos educados en democracia. Desde Jordi Graupera hasta Andrea Levy pasando por Pablo Iglesias, Íñigo Errejon o Albert Rivera, todos los políticos que tenían un poco de personalidad hace 10 años, han sido liquidados en nombre de la gran nación inventada.

Pedro Sánchez es la excepción que confirma la regla, y pronto será enviado a Europa a dar ejemplo de obediencia y a hacer de criado de los norteamericanos. Como ya he escrito en algún libro, Europa tiene dos opciones para defenderse de la presión expansiva de las grandes superpotencias orientales: o bien la descolonización interior de Francia y de España, liderada por Alemania, o bien la integración acrítica en el imperio norteamericano, del cual siempre va a ser una periferia y, por lo tanto, un campo de batalla.

Para conservar sus privilegios, Castilla ha elegido la vía americana. Aunque esto signifique la desertización final de la España mesetaria, y el sacrificio de Madrid ante Miami, no se puede despreciar el gozo que en algunos bares llega a producir la dominación de Catalunya. A Barcelona, igual que a Varsovia o que a Kyiv, le conviene una Europa que se configure como una gran Suiza, es decir, como una red de ciudades muy conectada, plurilingüe, armada y democrática, tan inefable y rica como sea posible.

El primer paso que los catalanes tendremos que hacer en esta dirección es resistir los intentos que ya sufrimos de destruir nuestra capacidad de hacer política. El Estado intenta convertir Catalunya en una nueva Andalucía. Me parece que, a medida que el PP reviva, cada vez veremos más claro que el famoso libro de Jordi Amat sobre Alfons Quintà hablaba más de la España del 155 que no de los orígenes y la herencia del viejo pujolismo. Con el agotamiento del catalanismo, y con la desmoralización del independentismo y el clima que genera el drama ucraniano, nos va a costar lo que no está escrito que los españoles no nos acaben convirtiendo en una curiosidad para turistas.