Una chica del taller de escritura que he organizado a través de Patreon me dijo el otro día que escribe para no acostumbrarse a hacerse la loca. Después de algunas tentativas retóricas más o menos grandilocuentes, endureció la expresión y me contó de forma bien clara que a su alrededor todo el mundo mira hacia otro lado cuando una cosa no le gusta.

Escribir la ayuda a protegerse de la funesta tentación que todos tenemos de dejarnos arrastrar por los miedos y por los defectos de los personas que nos rodean. No hay nada que se contagie más deprisa que la debilidad de espíritu, cuando se presenta mezclada con el caldo de costumbres y sentimientos que producen el amor y la proximidad, incluso cuando es administrativa o forzada.

Me hizo gracia porque en Catalunya la escritura ha sido y todavía es una manera especialmente perversa y presumida de hacerse el loco. De hecho, si tardé tanto tiempo en leer libros o en considerar la idea de escribir es porque en el mundo de los culturitas solo veía pequeños impostores que sacralizaban la hipocresía destructiva que los maestros y los familiares me intentaban inculcar desde pequeño, con toda la buena fe del mundo.

Durante años, mi manera de protegerme de la tentación de mirar hacia otro lado fue cultivar una cierta mala educación y un carácter más o menos indómito. Mi madre se ponía negra cuando pasaba de abrir la puerta a las viejitas, o cuando no daba conversación a los vecinos en el ascensor. Siempre supe que mis actitudes antisociales eran un intento de proteger mi libertad de unos peligros que no tenía elementos para explicar más allá del instinto zoológico.

En Catalunya, la cultura está tan intoxicada por el miedo al fracaso y por los intereses extranjeros que los corazones inocentes difícilmente pueden encontrar un refugio efectivo contra los vampiros que fabrican la frustración y la derrota. La famosa cabra de la cual hablaba Salvador Sostres cuando se enfadaba conmigo me servía para protegerme de unas convenciones que hacen de los sentimientos más nobles una forma de esclavitud, como la convivencia de la cual hablan a menudo los españoles –o la empatía de los procesistas.

Escribir te deja solo ante tu mismo y te ayuda a ver qué hay de sólido y de genuino en cada uno de tus amores. El idioma es imprescindible para afinar el pensamiento y para llenar tu destino de intuiciones que lo eleven ni que sea un poco por encima de los fracasos colectivos. No es casualidad que cada vez que los catalanes nos tomamos un poco seriamente la lengua y la cultura topemos con la Iglesia española.

Una de las cosas que me ha hecho más pena ha sido leer cartas y dietarios de familiares que no tuvieron la suerte de ser educados en catalán. Cuando el idioma solo sirve para ir a comprar el tortell no te protege de nada, ni mucho menos te protege de ti mismo. Escribir te da herramientas para enfrentarte a tus demonios, pero sobre todo te acostumbra a pensar –y a veces a actuar– desde un silencio en el cual todo aquello que te hace tambalear a la vez también te hace sentir más fuerte.

Es imposible no hacerse el loco, si tienes miedo de sentirte vulnerable o de que te hieran. Es muy fácil que te líen si te acostumbras a mirar siempre para otro lado. Si te escaqueas cada vez que no te gusta una cosa, al final el corazón se te queda como una pasa y la inteligencia se te corrompe.