El otro día almorzaba en la terraza de la pastelería más famosa del puerto de Llançà, que pertenece al actual alcalde. Nos había atendido una chica rubia y blanquecina que había llegado de Eslovaquia apenas hacía una semana. Teniendo en cuenta el contexto, habría dicho que todavía era temprano. Pero los niños y los turistas extranjeros son madrugadores y tuvimos suerte de encontrar un rincón en aquel mar espeso de mesas y sillas.

De repente, mientras mordíamos el bocadillo de jamón cocido, un señor nos interrumpió con la intención de preguntarnos algo. No teníamos una conversación trascendente y enseguida lo atendimos. “Este bocadillo ―había dicho yo― me recuerda al patio del colegio, cuando las comedias no eran tan barrocas.” “Tienes razón que ahora en todas partes le ponen más pan que queso", había respondido mi señora.

La conversación avanzaba como el día, mimada por el ritmo del mar y por esta brisa limpia que circula antes de que el sol recaliente el ambiente y el aire parezca manoseado por unas manos sudadas. “Perdonad ―nos dijo el señor, en un castellano de general carlista, que daba un aire de autoridad desconcertante a su vestuario de playa―, ¿verdad que sois de Llançà?” El hombre nos contó que él y su pareja eran de Navarra y que querían ver el campeonato de motos en la tele.  

Yo solo conozco Llançà por un chiste que mi padre contaba con mucha gracia. Probablemente hoy en día este chiste parecerá un exceso xenófobo, pero a mí me hacía morir de risa y lo pedía a menudo, cuando era pequeño y veraneaba en Llafranc: “Doni’m un billet per Llançà, sisplau", decía mi padre con voz de catalanito. ”De ninguna manera ―continuaba con un castellano de funcionario valiente―, si es para tirar, no pienso vendérselo”. Como que no podía ayudar, mordí mi bocadillo y esperé a que mi señora respondiera algo. 

“No lo sé ―dijo ella―. En la calle de aquí detrás está el Bar Pirata, que tiene tele. Quizás puedes pedir que te pongan el canal que quieras.” El señor quedó un momento fuera de juego, pero enseguida respondió con una mezcla de irritación y de sorpresa. “Perdona, es que si me hablas en catalán, no entiendo nada de lo que dices.” Yo sonreí y pensé en la camarera eslovaca que nos había atendido sin problemas. La mujer del señor me miraba con complicidad. Se notaba que no tenía ganas de encerrarse a ver un campeonato de motos. 

“Me sabe mal, es que no hablo el castellano”, respondió mi señora. “Lo entiendo perfectamente, eh, no se me escapa nada de nada. Te he dicho que vayas a mirar al Bar Pirata", repitió gesticulando más de lo que ya es habitual. El pobre hombre intentaba procesar la situación: “En Navarra también hablamos el vasco”, farfulló, justo a tiempo para que su señora se vengara añadiendo socarrona: “Y nos iría mucho mejor si hiciéramos igual que esta chica”. 

Bar Pirata, intervine, intentando hacer de traductor. El hombre vacilaba, pero ya no porque dudase de si iba a encontrar el bar. Una parte de él estaba ofendida; la otra quería disculparse en nombre de la nación española, que ya se veía que tampoco era exactamente la suya. Intentó, “con todo el respeto”, empezar un debate político. “Escucha ―lo cortó mi señora―. Nos has preguntado una cosa y te la hemos respondido amablemente”. Bar Pirata, volví a añadir, para asegurarme de que podría ver las motos.

Mi señora y yo continuamos la conversación donde la habíamos dejado. Comenté que el bocadillo de jamón cocido, tan natural y casero como lo servían, me hacía pensar en Llançà. A pesar de que fue una de las primeras poblaciones del Empordà en tener estación de tren, no ha enloquecido con el turismo. Ha hecho el negocio justo para vivir bien, sin brillanteces impostadas, ni especulaciones urbanísticas disfrazadas de pintoresquismo o de falsa modernidad. El hombre de las motos se despidió con un agur, la señorita eslovaca nos vino a cobrar.

―¿Una semana, eh? ―le pregunté.

―Una semana ―se rió con prisa, antes de correr a atender otra mesa.

Llançà no es perfecto, pero el montón de chapuzas urbanísticas que se han hecho a lo largo de la historia quedan muy suavizados por la falta de pedantería y avaricia de sus habitantes. Los políticos podrían aprender alguna cosa. Tambien los antifascistas y estos que se creen que combaten la ultraderecha con su fantástica retórica de posmoderno retorcido.