En Barcelona se escribía bien antes del 1 de octubre, cuando estábamos protegidos por la inercia de la historia y cuando los presupuestos autonómicos todavía tenían la capacidad de barnizar de excusas las taras del país. Ahora que Catalunya ha quedado a la intemperie, Barcelona es un cementerio de ilusiones y pronto solo van quedar los carroñeros y los idiotas. 

La ciudades que no tienen fuerza para representar ningún conflicto propio de su tiempo acaban quedando arrinconadas, y Barcelona ha banalizado todos los problemas que podían situarla en el mundo. El futuro de Barcelona es Madrid, igual que el futuro de los Estados Unidos va a ser la India, si los niños guapos de Nueva York no dejan de jugar con las limitaciones de Trump para disimular que no saben mejorarlo.

Para poder crecer y desarrollarse, las virtudes necesitan un escenario inspirador, que no esté corrompido por la mentira. Por eso Tolstói dice que todas las familias felices son iguales y que, en cambio, las desgraciadas lo son cada una a su manera. Cuando la esperanza deja de conectar los sueños de la gente, las debilidades personales emergen como una plaga de termitas. Así han caído todas las civilizaciones.

Hoy, en Barcelona, no puedes tener ninguna conversación que no sea una parodia putrefacta de otros tiempos. Me basta con ver como la ciudad erosiona a mis amigos, para saber que debo marcharme. Las ciudades se afean cuando la gente que vive en ellas se vuelve cobarde y solo piensa en complacer a los ricos y a los extranjeros. A Barcelona, la ha rescatado siempre el resto del país y no veo por qué esta vez tendría que ir de otra manera.

La vieja Barcelona olímpica está muriendo de éxito y su futuro es el Madrid repeinado que hace chantajes pintorescos al gobierno de España. El mal gusto de Ada Colau es solo la superficie del problema, igual que los elogios de Jordi Amat a Ignacio Peyró, este escritor que entre todos habéis hinchado como un globo aerostático del siglo XIX para hacer ver que todavía os queda suficiente cultura y coraje para hablar con libertad de algo.

El problema gordo es que, mientras la Barcelona de los noventa va muriendo de su veneno, incluso los caracteres fuertes y más inteligentes van quedando reducidos a sus defectos. Bernat Dedéu cuelga fotos de medicamentos en Instagram para enternecer el corazón de los que mandan. Jordi Graupera vuelve a buscar la cuadratura del círculo para hacerse perdonar la osadía de haberse presentado a unas elecciones sin el permiso de Convergència. Incluso Salvador Sostres tiene que luchar para no morir de aburrimiento, mientras vive, en castellano, de los artículos que escribió en catalán hace dos décadas.

Barcelona se va convirtiendo poco a poco en una escuela de cinismo mórbido y, como ha pasado en otras épocas oscuras, marcadas por la sordidez y el amaneramiento, más que una ciudad, cada vez va a parecer más una granja. El franquismo no fue ninguna excepción y para poner huevos ya existen Carlos Carrizosa o Miquel Iceta.