“¿Sabes leer en catalán?”, le preguntó una señora mayor y venerable a Diana. Estábamos en la cripta de la Sagrada Familia. El Coro Real de Copenhague esperaba que empezara la misa alrededor del órgano. Diana se levantó para ir hacia el altar y la señora le pidió que se tapara los hombros con la rebequita. Ella también llevaba una, de color gris, que hacía un conjunto discreto pero muy conseguido con el plateado de su cabello. Sonreí pensando en la escuela de elegancia, democrática y doméstica, que suelen ser las abuelas del país. Cuando estoy en Catalunya me encanta sentirme como en casa.

Diana se aseguró de que la misa se haría íntegramente en catalán y volvió a mi lado. Cuando el cura empezó a recitar, pensé en la iglesia de San Pedro de Viena. Aunque sea triste, en pocos lugares como en Viena, me he entendido tan bien con el catolicismo. En Barcelona —en la montaña tiene poco mérito— pocas veces lo he vivido como una cosa mía, o mejor dicho como un mundo al cual pertenezco. Tú entras en un templo vienés, y tanto da que vengas de comerte un pastelillo como de comprarte una gorra tirolesa. Si pillas una misa, no hay que comprender el alemán para entender el universalismo de la Iglesia.

Cuando llegó el momento, la señora venerable nos hizo una señal y Diana se levantó para leer su parte. Si la parroquia hubiera convocado un examen para encontrar un catalán de Barcelona que no hiciera estremecer los huesos de Gaudí, no habría encontrado ningún candidato mejor. Podemos hacer muchas teorías y hablar de leyes lingüísticas, como si una lengua fuera un trámite burocrático, o un pastel que puedes cortar a trocitos para compartir con los amigos. Pero una lengua es la carne de una civilización, no la puedes aprender bien si no quieres pertenecer a su historia y, sobre todo, si no valoras y conoces bien sus creaciones.

Pensaba en ello, elevado por la armonía de la misa, cuando el cura quiso decir unas palabras en castellano para satisfacer no sé qué demonio de cuota. Si yo hubiera sido español, me habría sabido mal, porque se rompió la magia, y no sé si hay que romper la magia en un lugar sagrado por un simple gesto protocolario, de supuesta buena educación. Los políticos hablan como si el mundo empezara cada día, pero la Iglesia no tendría que caer en algunas dialécticas de la democracia que están muy bien para ir a votar, pero que no son la medida de todas las cosas. Si la Iglesia catalana quiere frenar la sangría de creyentes, quizás tendría que empezar por acercarse con un mínimo de buen gusto y de grandeza al alma de la gente de su país.

La religión, igual que la música, eleva el espíritu porque habla en un lenguaje superior, que cose con un hilo telúrico el cielo y la tierra

En la misa, no solo prácticamente todo el mundo era catalán, además casi todo el mundo respondía a los cantos del padre con una veteranía que hacía pensar que asistían de forma habitual. La mayoría de piezas que cantó del Coro Real de Copenhage eran en danés y el concierto nos llegó al alma más incluso que la misa previa. La religión, igual que la música, eleva el espíritu porque habla en un lenguaje superior, que cose con un hilo telúrico el cielo y la tierra. En Catalunya uno de los obstáculos que encuentra la fe es que la relación con la religión está envenenada por la interferencia del castellano, aunque esto cueste de digerir más que los casos de pederastia que han hecho tanto daño a la Iglesia.

Mientras disfrutaba del concierto, no podía evitar pensar en los discursos que pretenden que la salud del catalán depende solo de las leyes y los maestros, que la inmersión de las últimas décadas era compatible con la destrucción de la memoria y del paisaje, o con la carencia de curiosidad y fortaleza de los académicos, los políticos y los escritores. Ahora, mientras escribo esto, he leído la entrevista que Ot Bou ha hecho a Sergi Pàmies. Me ha sorprendido que un chico que es capaz de aprenderse los detalles legales de la represión lingüística española no tenga el instinto de aprovechar a un escritor que ha vivido en el centro de la destrucción del catalán para plantear alguna pregunta problemática.

Cuando se acabó el concierto, hablamos con uno de los cantantes del coro, un chico alto y rubio, muy atractivo, que es amigo de Diana y que me contó que es un gran admirador de la Escolania de Montserrat. El director del coro se añadió a la conversación y nos prometió, con la mano en el corazón, que la próxima vez que el coro venga a Barcelona nos cantará los Segadors o el Cant de la Senyera. Antes de marcharme fui a buscar al capellán. “Lo que tampoco podemos hacer es hacernos antipáticos, eh”, me dijo todo bondadoso y comprensivo, cuando miré de explicarle por qué las palabras dichas en castellano me habían caído como un jarro de agua fría.

No hay que tener una sensibilidad muy afinada para saber cuándo se estropea un momento de armonía porque en la verdad de una armonía se reconoce todo el mundo. Lo que ya es más difícil es defender en la tierra las intuiciones que nos llegan del cielo. Esta solía ser una de las funciones de la Iglesia, en Catalunya y en todas partes del mundo. Ahora veo en la Viquipèdia que el capellán en cuestión es el primo de Jordi Turull, el hombre de confianza que Pujol mandó a ver a Oriol Junqueras, cuando estaba en prisión, después de que Quim Torra lo nombrara prior de la Capella de Sant Jordi

Yo ya entiendo que todo es muy complicado, pero la Iglesia catalana hace tiempo que tiene un problema y se llama política autonómica. Igual que el corazón no es un parlamento, que decía un amigo mío ya hace muchos años, cuando era joven y buscaba la belleza y la verdad más que el dinero, no creo que Dios sea autonomista. Y tampoco creo que sea posible de encontrarlo en la comedia de Vichy. Quizás es una obviedad decirlo, pero la Iglesia catalana no irá a ninguna parte si intenta hacer como TV3.