No creo que la cantidad de defunciones que la pandemia está provocando en países democráticos como España y Estados Unidos se pueda atribuir solo a la mala gestión. El Reino Unido también ha tenido tentaciones de utilizar el bichito amarillo de Wuhan para hacer limpieza y cohesionar su base nacional. La retirada del gobierno británico hacia posiciones más defensivas no se explica sin el empirismo mágico de los ingleses y el susto de muerte que ha tenido su primer ministro.

En todo el mundo, la pandemia ha dejado los Estados reducidos a la fuerza del ejército y del sistema sanitario. Los discursos que, hasta hace cuatro días, hacían el agosto aprovechando el rebrote de la cultura autoritaria del siglo pasado y las políticas proteccionistas han quedado ultrapasados por el dramatismo sin precedentes de la situación. Es lógico que todo el mundo navegue un poco, pero encuentro sospechoso que los países democráticos que han reaccionado mejor y tienen menos muertos sean los más tribales y homogéneos.

La estupidez no lo explica todo, y menos cuando hay luchas de poder en juego. La Gran Bretaña dispone de un sistema sanitario de referencia internacional y va camino de batir todas las marcas de mortalidad del continente. Estados Unidos estaba considerado, sobre el papel, el país mejor preparado del mundo para afrontar una pandemia y Nueva York ha tenido que abrir las fosas comunes. En España, todos los discursos políticos sin distinción veneraban el Estado del bienestar y es el país con más defunciones por habitante.

El poder ya no se encarna en las grandes ideologías ni en la economía sino en las élites nacionales, y las élites nacionales no solo tienen unos intereses por proteger sino también unos prejuicios que no siempre coinciden con los de la población. Me diréis desconfiado pero estoy bastante seguro que si Trump hubiera sido negro o hispano no habría insistido a sus asesores en dejar hacer a la naturaleza, para salvar la economía, como ya propuso un prominente wasp de Texas en la televisión.

En una situación de crisis es importante saber quién se beneficia de cada decisión. En España llama la atención el silencio del PP y de Ciutadans, teniendo delante un gobierno tan ineficaz, coliderado por Pablo Iglesias. Buena parte de la estupidez que se atribuye a los gobernantes parte de la solidaridad de grupo de unas élites que, en países como España, Gran Bretaña o Estados Unidos, ya veían peligrar su hegemonía cultural y su poder, cuando la crisis estalló. 

Igual que una mala gestión de la pandemia da fuerza a la América profunda ante los valores de Nueva York y San Francisco, el desfile de cadáveres también tendrá sus beneficiarios en España. Es extraño que después de hacer tantos aspavientos porque el Estado no cerraba Madrid, la Generalitat acepte de manera tan bovina los planes de Pedro Sánchez para reactivar la economía. Si se tratara de proteger la economía, el Estado no estresaría más el sistema hospitalario jugando a la ruleta rusa.

Después de la magnitud del despiste inicial, es muy gordo que la Moncloa mande la gente al trabajo, sin haber conseguido primero proteger a los médicos y las enfermeras, y asegurar los sistemas de rastreo y prevención. Leyendo La Vanguardia, parece que algunos intenten atemorizar a la población para forzarla a aceptar una nueva transición, que mantenga las cosas como estaban. Si algo beneficiaría a las élites de Madrid y Barcelona por igual es un drama que permitiera volver a poner el contador a cero.

No sé hasta qué punto hablo de políticas premeditadas, pero no creo que tenga importancia. Cuando De Guindos dice que España afronta la peor situación económica desde la Guerra civil, no olvida por qué sí que la autarquía estuvo a punto de tumbar a Franco. El inconsciente del exministro del PP se mueve en los mismos parámetros que motivan las decisiones de Sánchez y aseguran la sumisión atávica, profundamente tribal y étnica, de Torra y sus adláteres.

En todo el mundo, el bichito amarillo de Wuhan servirá para que las élites vuelvan la pelota a los sectores de población que les presionaban. En España, el motor del drama no es la dejadez de funciones, ni siquiera la ruina de la economía; es la "vieja unidad de destino en lo universal" que vuelve a reclamar su ración demencial de muerte.