He recibido, de un amigo de Manchester, la portada de The Economist de esta semana. La revista dedica el número a la unidad de la Gran Bretaña y advierte que los vínculos políticos entre las naciones que la conforman se empiezan a descomponer de forma peligrosa. 

El editorial deja caer que si los escoceses, los irlandeses o incluso los galeses quisieran abandonar la Unión, Londres no podría hacer nada para pararlos. La prensa inglesa se opone a la celebración de otro referéndum escocés, pero el país entiende muy bien qué guerra es más importante, y mira de jugarla con sus mejores cartas.

Inglaterra ha visto antes que Estados Unidos que la manera más eficaz de combatir a los países asiáticos es dar aire a la libertad. Mientras los chinos experimentan con la tecnología para intentar definir el futuro a través de formas de organización autoritaria, la mayoría de naciones democráticas tienen miedo del mundo que viene. 

No hay que vivir en Londres para ver que la autodeterminación es una respuesta natural a los campos de adoctrinamiento que los chinos tienen montados en su casa. Es admirable que Inglaterra se haya vuelto a quedar sola en el mundo, mientras los americanos se pierden en discursos autojustificatorios y España utiliza los miedos de Europa para mirar de enterrar Catalunya en el olvido.

Mientras el mundo acaba de dar un paso de gigante de la vieja mecánica newtoniana a la física cuántica, aquí parece que queramos volver a la época de los coches y de los tanques

Los catalanes hemos dado la batalla por perdida a la primera bofetada y la historia nos va dejando atrás con desprecio. Mientras el mundo avanza a trancas y barrancas, aquí procuramos replegarnos en emociones gastadas y nos vendamos las llagas con trapos viejos. Podríamos ser una herida creativa para Europa y corremos el peligro de convertirnos en una purulencia oscurantista que salga a cuenta extirpar. 

Por miedo a volver a fracasar, evitamos pasar cuentas de verdad y perdemos la energía y la vergüenza intentado tirar para atrás con épicas de pobre hombre como si nada hubiera pasado. La gestión de datos ha transformado el mundo en muy pocos años. Las bases de la economía y la política están cambiando de arriba abajo y tendríamos que pensar que cuando la historia nos dé otra oportunidad, nos hundiremos todavía más si no estamos a punto para aprovecharla. 

El nacionalismo vuelve porque no hay coca-cola para todos. El individualismo hedonista que nuestros hombres públicos defienden con coartadas barnizadas de bondad, se ha vuelto deficitario. La calidad y la cantidad cada vez irán más de la mano y, a diferencia de lo que pasaba en épocas de vacas gordas, las estructuras pequeñas ya solo serán sostenibles como piezas útiles de organizaciones más grandes. 

Mientras el mundo acaba de dar un paso de gigante de la vieja mecánica newtoniana a la física cuántica, aquí parece que queramos volver a la época de los coches y de los tanques. Es como si quisiéramos enterrarnos en el luto y desaparecer en las mediocridades de la época que muere para no tener que volver a sentirnos traicionados o cobardes.