La síntesis más penetrante del último capítulo de Juego de tronos la publicó Miquel Bonet en Twitter, el mismo lunes: “No se había explicado tan bien el ocaso de Europa desde aquello de Wagner”. Realmente, el triunfo de los antihéroes, de los tullidos y de las mujeres masculinizadas dio un color repentino de decadencia y de estancamiento a una serie que parecía que había nacido para matar fantasmas y marcar un cambio de época.  

Las últimas imágenes de King’s Landing me recordaron al Consell de la Transició Nacional de los mejores tiempos del procesismo. También detecto cierta catalanidad en el cabreo que han cogido los seguidores de la serie. Los guionistas de Juego de tronos habían sido acusados de celebrar el cinismo, las violaciones y los baños de sangre, pero ya hacía más de una temporada que la serie daba señales de ir volviéndose conservadora y cursi. 

La paradoja del malestar que ha generado el último capítulo es que, a diferencia de los primeros, está escrito a la medida exacta de su público. Manuel Jabois, que es un escritor ingenioso, decía que los finales no gustan nunca porque las cosas que nos gustan queremos que duren siempre. Pero los finales también son arriesgados porque no existen en la vida. Los finales obligan al narrador a crear una vida nueva de la nada para combatir el olvido y fijar el relato de una forma que no muera en su artificio. 

Igual que la declaración de independencia del 27 de octubre, el final de Juego de tronos ha cabreado a los seguidores porque les ha recordado que, de momento, no hay nadie capaz de imaginar un mundo más atractivo que el mundo en el cual viven. La carencia de creatividad de los guionistas, y quizás su miedo a romper algún plato de más, ha indignado una audiencia que esperaba encontrar en esta serie inspiración y fuerza moral para superar el clima de crisis. 

El discurso final del enano sobre la fuerza invencible de los relatos habría sonado fresco hace dos décadas, cuando la posmodernidad proyectaba optimismo sobre la vida europea. Hoy ya sabemos que abusar de las buenas historias engendra líderes populistas y carnavales putrefactos como el que vivimos en Catalunya. La coronación de Bran Stark, un rey parapléjico que encarna la memoria de los Siete reinos, mató el imaginario épico de la serie y lo llevó al mundo de 1945, traumatizado por la bomba atómica y los campos nazis.

Como decía un articulista de Cádiz, habría sido mejor que el dragón hubiera intentado vengar a Daenerys quemando a Jon Snow y que el héroe hubiera salido de las llamas transformado en una especie de Sant Jordi. Incluso una solución abiertamente irracional habría resultado más catártica que convertir el dragón en una suerte de bestia solitaria y melancólica, como el de aquella canción infantil que dice que Paf era un dragón mágico. 

El mundo que el dragón deja atrás cuando se marcha volando con el cadáver de la reina en las zarpas es un museo de la rendición. El ejército de eunucos se retira a una isla paradisíaca para organizar una democracia tántrica y sin hijos. Las mujeres más inteligentes renuncian al sexo y a la maternidad para poder tener un poco de poder. Los mejores hombres se refugian en sus pequeños vicios y los que no tienen vicios, como el chico gordo del muro, es porque ni siquiera tienen fuerza para disfrutarlos.  

Los únicos personajes preparados para defender algo más grande que ellos, Jon Snow y su hermana, se marchan a explorar otros mundos. Los escritores españoles son tan quijotescos que enseguida pensaron en Cristóbal Colón, cuando vieron a Ayra Stark sacando pecho en la proa de un barco. Yo, que hace tiempo que sé que Colón era catalán y he visto Crazy Asian Rich, me la imaginé abriéndose camino en un mundo emergente como el chino. El Westeros que deja atrás solo se puede ir momificando en un presente continuo como el antiguo Egipto, como el viejo imperio Hispánico, como Europa.