La fiesta de fin de año no es de mis preferidas. El entusiasme gregario de la gente en general me deprime. A pesar de que algunos lectores me tengan por un cabeza caliente, mis ilusiones han sido siempre discretas. No creo en los propósitos de última hora, ni en los regalos caídos del cielo. Yo vivo en un estado de esperanza mínima, individualista y autosuficiente. Solo diré que de pequeño quería ser taxista.

Mis mejores verbenas han sido las más sencillas. Recuerdo cuando mi madre daba las campanadas con una olla y con un palo de madera en la cocina de casa. Me gustaba cambiar de año antes que los mayores y seguir la fiesta des de la cama, hasta que me dormía mecido por sus risas. También recuerdo algunos fines de año que salía de paseo con una amiga muy parlanchina, que fumaba marihuana y que vivía cerca del barrio.

Las peores verbenas fueron las de la adolescencia y la primera juventud, cuando me regalaban calzoncillos rojos y se suponía que tenía que vivir no sé cuántas aventuras. He estado en muchos lugares absurdos castigándome el hígado y los pulmones para disimular que me aburría. Me he muerto de cansancio y he vuelto en moto de paquete pensando que no llegaría vivo a casa, mientras veía como el sol salía exactamente igual que cada día.

Curiosamente, el año pasado llegué al 2019 con un optimismo y un empuje poco habitual en mí. Un astrólogo amigo mío ya me advirtió que Saturno me complicaría la vida y lo acertó porque mi mundo ha estallado en mil pedazos. De aquel universo tan bello que me protegía y me servía de inspiración, solo algunas joyas dispersas parecen haber resisitido la furia del absurdo y de la nada

He entrado en el 2020 un poco acojonado y de puntillas, dando gracias que las cosas que he ido salvando de los entusiasmos gratuitos todavía me permitan seguir pensando a largo plazo. Más que un cambio de año, o incluso que un cambio de década, he llegado al 2020 con la sensación de adentrarme en calzoncillos a un solemne cambio de periodo histórico.

La sensación de fractura con el pasado produce un cierto vértigo, sobre todo si los desastres de la biografía personal parece que vayan coordinados con los de la vida colectiva. Poder pensar a largo plazo te ayuda a resistir mejor los momentos malos y a dar una dirección a la creatividad en las fases de incertidumbre, cuando el futuro queda tan abierto que tienes que hacer un esfuerzo para evitar verlo negro.

Al inicio, cuando empieza a nacer un nuevo universo, el mundo siempre es oscuro y siempre hace un poco de frío. Por eso en los países civilizados Jesús nació en invierno. He pensado en ello esta mañana, mientras nos reíamos bajo las mantas.