Veo que, este domingo, Angela Merkel quiso coronar su carrera política visitando el museo del Holocausto, en Israel. Lástima que todo el mundo sepa ya que el nazismo no representa lo que representaba hace un tiempo porque la democracia se ha vuelto un lujo, en el mundo y en Europa. Alemania va a remolque de los intereses geopolíticos de Madrid y los catalanes, que siempre vamos a la cabeza, hemos tenido que hacernos preguntas muy desagradables en los últimos años de represión española.

Desde que Puigdemont cerró el proceso con su payasada en el Parlament, en Catalunya se ha ido poniendo en evidencia de manera cada vez más cruda que, llegado el caso, la mayoría de hombres públicos no esconderían, ni en sueños, a Anna Frank en su casa. Ahora es cuestión de tiempo que también se vea claro que un número muy importante de ellos no tardaría en encontrar excusas, si hiciera falta, para denunciarla. No sé si alguien ha pensado en los efectos corrosivos que este cambio de expectativas va a tener en el futuro de Europa.

Cómo escribió Ot Bou en VilaWeb, la política catalana se ha vuelto una especie de capgròs monumental del general Moragues, putrefacto y lleno de gusanos, colgado en las puertas de Barcelona. Por un ojo de la calavera enjaulada sale el president Aragonès, por el otro sale el expresident Torra; por la boca saca sus narices Jordi Sànchez y algún político de los comuns. Puigdemont es una caricatura política de Verdaguer, una figura de relevos ultramontanos perseguida por la misma plutocracia que le hizo la vida imposible al poeta. 

Mientras Merkel hace ver que Alemania ha superado el siglo XX con gestos previsibles propios de hace 30 años, los valores democráticos que frenan el cinismo y la cobardía natural de los hombres se van marchitando en buena parte de Europa

Si el caso Verdaguer anticipó el colapso de una Europa y de una Catalunya emprendedoras que se las prometían muy felices, el caso Puigdemont anticipa otro final de ópera de primera magnitud. Catalunya es uno de los territorios de la Unión Europea que más ha creído, de siempre, en la fuerza de las urnas y los valores democráticos. Ahora, después de cuatro años de represión de baja intensidad, el debate político del país se ha convertido, con la ayuda de los viejos fantasmas, en un concurso de cínicos acojonados por el miedo de perder el trabajo.

El papa Bergoglio, que siempre ha sido un poco demagogo, ha preguntado por ahí si el estado español ya se ha reconciliado con su historia. La pregunta realmente buena es si Alemania se ha reconciliado, y hasta qué punto los problemas internos de los países de la Unión se podrán mantener localizados dentro de las antiguas fronteras administrativas, a medio plazo. Si Madrid puede jugar a restaurar el franquismo sin muertos, es cuestión de tiempo que Berlín tenga que elegir entre dos proyectos europeos cada vez más polarizados.

La historia no se repite nunca igual, pero siempre se cobra las facturas. Mientras Merkel hace ver que Alemania ha superado el siglo XX con gestos previsibles propios de hace 30 años, los valores democráticos que frenan el cinismo y la cobardía natural de los hombres se van marchitando en buena parte de Europa. Los diarios hablan de los disturbios de Italia, pero Catalunya, que era uno de los baluartes del proyecto europeo, se ha convertido en uno de los agujeros negros de la Unión más venenosos y discretos.

La democracia no se defiende haciendo discursos sobre el pasado, sino afrontando, sobre la marcha, los problemas importantes para evitar que se hagan gordos. El 1 de octubre no fue una seta salida de la nada y los alemanes, que nunca toman decisiones, acabarán chocando de narices con los fantasmas de su historia a medida que la situación española se vuelva más complicada.