El elemento más angustioso del circo que ha montado el bicho amarillo de Wuhan es la importancia decisiva que ha cogido el vacío de nuestros políticos. El 23 de febrero teníamos menos casos que Italia y Alemania. El 10 de marzo —dos días después de las manifestaciones feministas—, organicé la primera clase por internet mientras Torra y sus consellers todavía hacían cálculos electorales.

Desde entonces, escuchar a los políticos ha sido como ir a toda castaña en el coche de un borracho que te va contando fantasmadas. Asustados por la violencia del siglo XX, hemos sacado importancia a la política y la hemos llenado de gestores y de burócratas. Ahora que querríamos tener líderes, tenemos una pandilla de títeres sin poder, ni autoridad, ni ninguna idea propia del mundo y de las cosas.

Si no hubiéramos devaluado tanto la democracia, el modelo chino no nos parecería una alternativa. Si tuviéramos un mínimo de respecto a la libertad, habríamos preguntado por los tests, las mascarillas y los respiradores, antes de ponernos a discutir sobre el confinamiento y la unidad de España. Torra y Sánchez solo intentan salvar el día, mientras que la pulsión del Estado es hacer limpieza de pensionistas.

Vivimos el final de un proceso larguísimo de degradación de la democracia. Si Torra y Sánchez tienen algo en común es que han sido elevados por su profunda banalidad. Parece una venganza de la historia que la catástrofe más grave que hemos sufrido desde la Guerra Civil nos haya dejado en manos de dos productos tan refinados de la Transición. Ahora que el Ibex-35 había conseguido neutralizar la política, Madrid viviría en un mundo ideal si no fuera porque el virus le ha hundido la economía.

Una vez quede claro que la Unión Europa no existe, no será solo el bichito amarillo que se ensañará con España. A medida que la situación empeore, los mercados internacionales se llenarán de carroñeros. Las democracias que mandan, Alemania, Gran Bretaña y los Estados Unidos, intentarán aprovechar la situación para controlar y saquear el Estado, y los castellanos se volverán a abrazar a los franceses para retener soberanía.

Se acerca una oleada centralizadora que no afectará solo a Catalunya. La fuerza centrípeta del autoritarismo chino empieza a desencadenar fuerzas que afectarán a los países de todo el mundo y las élites de Madrid dejarán morir la gente que haga falta para defender su poder. Igual que el virus, el centralismo también es exponencial: cuanto más poder acumulas, más poder tienes para acumular, y más rápidamente puedes hacerlo —y a la inversa.

El baño de sangre que sirvió de excusa para abandonar la democracia catalana será, pues, el motor del nuevo patrioterismo español. En el fondo la guerra no es contra el virus, sino contra el nuevo orden que amenaza de hundir la fuerza de Madrid en el mundo y en la Península. Por eso mientras Dinamarca y Canadá se disponen a echar la casa por la ventana para proteger a sus ciudadanos, las autoridades españolas sacan el ejército y dicen que el Rey es el primero soldado. 

El PSOE no está preparado para liderar la guerra que el virus desencadenará por los despojos de la globalización. A pesar de las molestias y los dramas que vendrán, los españoles pronto se encontrarán en su salsa. Ahora que pueden volver a dar protagonismo al ejército, veremos como recuperan el gusto por la miseria y por la crueldad que ha sido la base de todos sus éxitos. 

En cuanto a Torra, probablemente vivirá el sueño morboso de la impotencia catalana que ha perseguido con tanta terquedad.