El recuerdo más fuerte que guardaré de este primer confinamiento es el espectáculo de ver desde mi casa la destrucción del mundo que he conocido. No creo que sea un efecto óptico de la lluvia, ni del silencio de la calle, ni de la música que me pongo para acompañar las horas. 

El mundo que me ha educado se muere de dejadez y de impotencia. Me basta con ver en Twitter como se van fundiendo los últimos cerebros o con escuchar las falsas esperanzas que se hacen algunos de mis amigos más inteligentes. Hemos entrado en un túnel largo y oscuro y, cuanto más fuerza pongamos para intentar volver atrás, más cruel será el proceso de destrucción y más nos alejaremos de la salida. 

El problema ya no es el virus, el problema es que hacía tiempo que no sabíamos qué hacer con la libertad y con el dinero. Para llenar las ciudades de bares y restaurantes y educar a los universitarios para trabajar de funcionarios, el mundo ya tiene a millones de jóvenes asiáticos, que son más disciplinados y obedientes. En el fondo, quizás tampoco necesitábamos tanta democracia, para convertir la política en un circo.

Si hubiéramos estado atentos, Corea y Singapur continuarían siendo una provincia de nuestros sueños, porque, como otras veces, habríamos combatido el peligro lejos de casa. Cuando los políticos dicen que tardaremos en volver a hacer vida normal, pienso en la inyección de liderazgo que el virus ha dado a Merkel y a Macron. El futuro personal de Pedro Sánchez y Quim Torra también mejora a medida que la desolación se esparce.

Toni Sala se pregunta en su blog si la “sobreactuación con el confinamiento” no es una táctica para evitar que pidamos explicaciones y hablemos de test y mascarillas. A veces parece que los que intuyen mejor el fondo de la tragedia son estos vaqueros americanos que organizan manifestaciones con el coraje selvático de los chicos que conquistaron Omaha Beach a los nazis. El virus es una excusa de los que mandan, pero esto no quiere decir que no mate a mansalva.

El bichito amarillo de Wuhan va contra la democracia porque hemos hecho el imbécil demasiado tiempo y cuando necesitas que te despierte una desgracia, en general, la broma sale cara. Hemos devaluado los ideales de libertad y la historia no se aguanta sobre discursos deficitarios. Con unas necesidades más básicas para cubrir, la relación del hombre occidental con el poder se volverá más realista y el mundo vivirá más resignado y más tranquilo.    

Al Estado ya le conviene que haya rebrotes y que la situación dure tanto como sea posible. El miedo sirve para cambiar los mitos que son inaccesibles a la propaganda; es ideal para reprogramar las creencias de la gente. Durante mucho tiempo todo irá de baja y será triste porque hemos perdido el control de nuestro destino y tendremos que aprender a calcularlo todo otra vez sin dar nada por supuesto, como si fuera la primera vez.