El lunes, cuando tuve terminado el artículo de "1939", me conquistó una especie de niebla negra, una tristeza que no era del todo mía y que venia de las profundidades de un pasado que no he vivido. No me saco de la cabeza la sensación que descuidé demasiado la retaguardia y que se te llevó el río mientras me ocupaba de cosas más urgentes pero mucho menos importantes. 

Como que la niebla me ahogaba salí a dar una vuelta con la esperanza de airearme. Hace meses que no puedo evitar relacionar los últimos años de la historia del país con la chavacanería de los establecimientos que han ido abriendo en nuestro barrio. La ferretería, la perfumería, la tienda de ropa para señoras embarazadas, la boutique donde compraste aquella cartera tan bonita, han desaparecido. 

Últimamente solo veo abrir bares pretenciosos con terraza, bazares chinos y alguna inmobiliaria, establecimientos que buscan beneficios rápidos y clientes sonámbulos, como los políticos que hemos tenido. Podría escribir un artículo que pusiera en relación la deriva de nuestro barrio con la presión que Madrid hace para convertirse en el Pekín de la Península. 

De hecho no hay mucha diferencia entre la redecoración que ha sufrido el bar de menú donde íbamos a comer con papá y la evolución intelectual que algunos conocidos míos han hecho después del 155. Antes de volver a casa, recordé que necesitaba agua y pasé por un supermercado con aires de gran superficie que han abierto hace unos meses. El colmado donde solía comprarlas no ha superado el verano. 

Con las aguas y la niebla negra llegué a casa y me puse una película de acción. No sé por qué me distraen tanto, las películas de bofetadas, quizás es porque me ayudan a dejar de pensar y cuando no pienso me siento más valiente y resistente a los golpes. Los héroes rodaban por el suelo y se perseguían por las calles, pero la niebla no se iba, y yo yacía en el sofá como un boxeador cansado. 

Me preguntaba si el hecho de que ya no estés no me hace demasiado sensible a las señales de putrefacción de las cosas que se acaban. Esta sensación que tengo de gran final no sé si la haces tú grande con tu ausencia. Es verdad que hay un mundo que se acaba y una concentración más alta de vidas y de empresas estancadas o sin recorrido. Pero esta niebla negra y esta putrefacción yo ya las conocía y había aprendido a navegarlas e incluso a sacarles partido.

De hecho todavía me encuentro a vecinos tuyos que me preguntan por la calle o en el ascensor: 

―¿Y ahora qué tenemos que hacer?

―Esperar tranquilamente que todo se acabe de pudrir ―les respondo divertido, y ellos ponen cara de impaciencia o de preguntarse si les queda tiempo suficiente.

Después de tantos días enganchado a las muletas, no calculo bien las distancias ni tengo establecido el sistema de equilibrios. Más distraído por los pensamientos que por la película me pegué una nata contra una mesita baja del comedor que me hizo ver las estrellas. Revisé el pie y de reojo, como si hubiera visto un fantasma, miré hacia las muletas, que están aparcadas desde hace unos días.

Estoy poniendo los cimientos de otra vida y casi todo me molesta. Cuando empiezas un edificio, al principio te lo tienes que imaginar, porque solo ves un agujero y máquinas que sacan tierra durante meses. Podría intentar justificar mis pies y decir que cuando pones los pilares de una etapa nueva tiendes a dudar y todo tambalea. Pero si no me quiero volver a tropezar, en vez de pensar tanto y de mirar tanto atrás, tengo que poner más atención al mundo que tengo delante. Incluido el que no se ve, todavía.