En las épocas de estrés se ve que el nivel de adrenalina y cortisol se me dispara de una forma tan salvaje que la cabeza se me desconecta del cuerpo y la musculatura de las piernas me flaquea. Yo no noto nada. De hecho, en estas situaciones escribo más de prisa y más fino. Me siento como estos músicos que llegan al final de la noche con el cuerpo tan molido que ya sólo tocan con el alma.

El entrenador me vuelve a conectar las piernas con la cabeza para evitar que me haga daño subiendo los kilos de rigor, y me dice: "No puedes mover el mundo utilizando sólo tu fuerza, Enric. Es un desgaste demasiado grande". Este hombre a veces habla como un pequeño jedi y no sé muy bien qué quiere decir. Hace poco encontró una tortuga que se había perdido en un jardín silvestre con una técnica extrañísima, que consiste en interrogar a tu propio cuerpo.

Su idea es que tengo que escribir tratando de tener presente que todo es uno y que, por lo tanto, el mundo entero está dentro de mí. Según él, la manera de ganar influencia sobre el mundo es aprender a aprovechar su fuerza sin tratar de controlarlo: "¿Verdad que no te levantas pensando en si respiras o si podrás mover el brazo? Tienes que tratar el mundo igual que tratas a los órganos de tu cuerpo, dando por supuesto que sabrá responder a las cosas que haces de la manera más inteligente y efectiva."

La única vez que he tenido la sensación de que podía utilizar el mundo para hacer palanca a mi favor fue en los meses anteriores al 1 de octubre. Durante un tiempo pareció que el país cogía consistencia y que podías apoyarte en él. Algunos tuiteros del club de la ironía empezaron a hacer un humor más expansivo, menos nihilista y forzado. Catalunya empezaba a convergir con mi pequeño país, que está hecho de amigos que viven en el extranjero o que duermen durante el día.

Con las tesis de perfil zen, Occidente no habría llegado nunca a ser el centro y el motor del mundo. Japón y China llegaron al siglo XX con 300 años de retraso, siguiendo las teorías autocomplacientes sobre el cosmos que defiende mi entrenador. Europa siempre había funcionado con mentalidad Shakespeariana. Se partía de la idea de que el mundo era un cuento explicado por un idiota y que, por lo tanto, había que poner ganas para tratar de arreglarlo o modificarlo.

A pesar de las quejas que podamos tener, lo que ha pasado en Catalunya los últimos meses ya estaba escrito en los gestos más sutiles de nuestra vida cotidiana. El desenlace del referéndum es el reflejo de un país miedoso y desconfiado que siempre acaba convirtiendo las pasiones que dan fuerza a las ideas generales en una cosa ridícula y grotesca. Europa se ha vuelto también un poco así, pero Catalunya ahora mismo parece el solar de un edificio recién destruido: sólo vemos la polvareda y la confusión y es difícil escribir alguna cosa sin comer arena.

—Deja a un lado el país —me dice el entrenador—. Te tienes que conectar directamente con el universo, sólo así, si lo haces bien, dentro de un tiempo caerás como un polvo de estrellas sobre Catalunya.

La frase es muy grande, pero enseguida me ha hecho pensar en James Salter, en Josep Pla, en Oscar Wilde, en escritores que crecieron elevándose sobre un mundo que no tenía nada que ver con ellos y contra el cual no podían hacer nada excepto jugar y tratar de sobrevivir. Ahora que la política da una pereza tan intensa, quizás estoy a punto de volverme creativo.